Lecciones de Chile 1973
Se cumplen cincuenta años del golpe militar reaccionario que derrocó el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, el 11 de setiembre de 1973. El golpe, organizado por la burguesía chilena con la participación, colaboración y aliento de Washington ahogó en sangre el intento de los obreros y campesinos chilenos de liberarse de sus cadenas. Es necesario honrar la memoria de nuestros mártires al mismo tiempo que aprendemos las lecciones de las derrotas. Ahora que los jóvenes y trabajadores de Chile protagonizan de nuevo luchas ejemplares que enfrentan el legado del pinochetismo, republicamos el documento «Lecciones de Chile» escrito por Alan Woods en 1979.
Contenido
- 1 Burguesía y terratenientes
- 2 Control imperialista
- 3 El ascenso del movimiento obrero y la revolución rusa
- 4 El Frente Popular
- 5 Decisión desastrosa
- 6 Revolución socialista
- 7 El Gobierno Frei
- 8 La Democracia Cristiana
- 9 Fracaso de la Democracia Cristiana
- 10 La Unidad Popular
- 11 Teoría del Estado
- 12 Presión de las masas
- 13 Resistencia del Estado
- 14 La contraofensiva burguesa
- 15 Conspiraciones golpistas
- 16 Falta de dirección
- 17 Ganar a los soldados
- 18 Las masas, abandonadas
- 19 ¿Qué tipo de régimen?
- 20 Un régimen bonapartista
- 21 Crisis económica
- 22 Condiciones insoportables
- 23 Crisis de la Junta
- 24 Lenta recuperación de las masas
- 25 Descontento laboral
- 26 Miedo de la burguesía
- 27 Acuerdo imposible
- 28 La Democracia Cristiana
- 29 Los «buenos consejos» de Frei
- 30 Hipocresía de los democristianos
- 31 ¿Una alternativa socialdemócrata?
- 32 Inestabilidad de la Junta
- 33 Reconstrucción del PSCh en el interior
- 34 Bolchevismo y menchevismo
Burguesía y terratenientes
La conquista de Chile, iniciada en 1536-37 por Diego de Almagro y, más tarde, por Pedro de Valdivia, se llevó a cabo con la misma brutalidad que en otras partes del continente americano. Pero los conquistadores no encontraron en Chile ningún «El Dorado». Los depósitos de oro, más bien escasos, no compensaron las costosas guerras con los indios araucanos, que hicieron de Chile un territorio deficitario para la Corona española.
El clima del país, tanto en el norte como en el sur, dificultaba el desarrollo de la agricultura. Mientras que México y Perú atrajeron a los elementos más aventureros e imaginativos de la clase dominante castellana, Chile no ofrecía las mismas perspectivas de enriquecimiento y prestigio personal. Por otra parte, los araucanos resistieron heroicamente hasta 1880, dando muestras de una gran inteligencia y fortaleza de ánimo, cambiando su táctica militar y su modo de vida según cambiaban las condiciones de lucha. Su «pacificación» sólo se logró mediante una política de exterminación sistemática. En las guerras sanguinarias contra los indios se ve claramente el auténtico carácter de los terratenientes chilenos, un carácter forjado en la conquista y reducción a la esclavitud de la población, métodos a los que se acostumbró durante siglos considerando a los indios como seres inferiores, poco menos que animales.
Esta misma mentalidad de raza superior ha caracterizado a la clase dominante chilena hasta el momento actual. Tras su piel «civilizada» y «culta» se oculta la mentalidad del conquistador y del amo feudal, con la salvedad de que, hoy en día, los «hidalgos» chilenos y sus aliados burgueses no son ni más ni menos que agentes de segunda del imperialismo, del que dependen voluntariamente aunque de forma vergonzante.
Durante siglos, la mejor tierra cultivable del país, concentrada en la parte central, estaba dividida en enormes latifundios privados (haciendas o fundos) establecidos después de la conquista y que en algunos casos superaban las 5.000 hectáreas. Tan sólo una ínfima parte pertenecía a los pequeños campesinos, que apenas podían vivir de ellas. Según el censo de 1925, estas haciendas ocupaban casi el 90% de toda la tierra de la región. En el valle del río Aconcagua, cerca de Valparaíso, el 98% de la tierra estaba en manos de un 3% de los propietarios.
El problema de la tierra, junto con el de la emancipación del país del imperialismo, siempre ha sido el problema central de la sociedad chilena. Siempre ha habido escasez de tierra cultivable: en el Norte, por insuficiencia de lluvia; en el Sur, por exceso de la misma. Sólo la región central ofrecía buenas posibilidades para el desarrollo de una agricultura próspera de tipo mediterráneo basada en la producción de vino, aceitunas, fruta… Pero precisamente el mayor obstáculo para este desarrollo ha sido la concentración de la tierra cultivable en manos de los grandes terratenientes.
Los grandes terrateniente siempre fueron ganaderos. La mayor parte de la tierra se dedicó al cultivo de alfalfa y otros tipos de forrajes para el ganado. Con la mano de obra barata que proporcionaba una población agrícola que malvivía en condiciones cercanas a la servidumbre feudal, los latifundistas no tenían el más mínimo interés en modernizar la agricultura.
Los métodos rudimentarios de los grandes terrateniente fueron el factor principal que impidió el desarrollo agrícola. Aunque en el sur chileno, a partir de 1850, los inmigrantes alemanes establecieron minifundios, basados en la producción de trigo y vacas lecheras, en la mayor parte del país no existía una clase numerosa de campesinos prósperos, sino una clara división entre los grandes terratenientes y sus «inquilinos», que vivían en condiciones semifeudales, con una clase numerosa de semiproletarios rurales, los «rotos», sometidos a la explotación más brutal y viviendo en condiciones infrahumanas.
A diferencia de otros países, Chile nunca conoció una reforma agraria digna de tal nombre. A partir de 1925 y especialmente de 1945 se intentó dividir las grandes haciendas. Pero estos intentos, muy parciales además, no fueron consecuencia de una revolución (México) o de la política del gobierno (Bolivia), sino de la iniciativa de los propios latifundistas, que se dieron cuenta de que en algunos casos era más rentable dividir sus tierras y venderlas en parcelas. La mentalidad feudal de los terratenientes chilenos no representó ningún obstáculo serio a la hora de participar en la especulación más descarada. Los terratenientes vendieron una parte de sus tierras e invirtieron sus ganancias en negocios urbanos. Controlaban los bancos y otras instituciones financieras.
De forma mucho más clara que en otros países de América Latina, en Chile, los intereses de los grandes terratenientes, los banqueros y los capitalistas se funden totalmente en una oligarquía poderosa que controla toda la vida económica del país, junto con el imperialismo. Resulta casi imposible establecer una línea clara de demarcación entre los grandes terrateniente y la burguesía chilenos, que rápidamente se percataron de su comunión de intereses y se unieron en un bloque más o menos homogéneo, opuesto a cambios radicales en la estructura de la sociedad. Esto explica la ausencia en Chile de una revolución democrático-burguesa y la frustración de todos los intentos de llevar a cabo una auténtica reforma agraria, como una de las tareas históricas más importantes de dicha revolución. La consecución en el pasado de una serie de derechos democráticos fue resultado de la existencia de una clase obrera fuerte y unos sindicatos poderosos. Las presiones de la clase obrera obligaron a la oligarquía a hacer una serie de concesiones, cosa que les fue posible gracias a la situación relativamente privilegiada de la economía chilena en el período transcurrido entre las dos guerras mundiales.
Tras la conquista de la independencia, en 1818, los mejores y más radicalizados elementos del Ejército, fuertemente influidos por el ejemplo de la Revolución francesa, intentaron llevar a cabo una serie de reformas que atentaban contra los intereses de la Iglesia y los grandes terratenientes. Pero sus intentos chocaron con la resistencia de los «pelucones», la fracción feudalista, que impusieron la Constitución reaccionaria de 1833.
El desarrollo de elementos capitalistas provocó un enfrentamiento entre liberales y conservadores en la segunda mitad de siglo XIX. Pero a finales de ese siglo se fusionaron, repartiéndose el botín gracias al control del gobierno y el Estado. Un factor importante en esta fusión fueron las guerras constantes con Perú y Bolivia por la posesión de los recursos minerales de la zona norte. La guerra del Pacífico en 1883 resolvió la cuestión a favor de Chile. Con la conquista del desierto de Atacama, importantes yacimientos de nitratos pasaron a manos de la oligarquía chilena. Chile tomó posesión de las antiguas provincias peruanas de Tacna y Arica, con el compromiso de celebrar un referéndum (que, por supuesto, nunca tuvo lugar). Los capitalistas chilenos no veían ninguna razón para enfrentarse con la clase feudal y la casta militar (a la que las victorias bélicas habían abierto unas perspectivas de enriquecimiento sin precedente) y se contentaron con compartir el poder con ellas, que a su vez no vacilaron en participar en los negocios de la burguesía.
De esta forma, desde el mismo instante de su nacimiento, la burguesía nacional chilena mostró todos los síntomas de una degeneración servil. En vez de luchar consecuentemente contra el poder de los grandes terratenientes, se conformaron con una alianza servil, entregando a los terratenientes la mejor parte del poder estatal y compartiendo con ellos la riqueza extraída de la sobreexplotación de los obreros y campesinos, así como el botín de las guerras fronterizas. Los burgueses poseían tierras y los terratenientes tenían acciones en la industria, la minería y el comercio: ambas clases estaban estrechamente vinculadas mediante la banca y los intereses financieros.
Por todas estas razones, la burguesía chilena fue incapaz de llevar a cabo las tareas fundamentales de la revolución democrático-burguesa, como habían hecho las burguesías inglesa y francesa en los siglos XVII y XVIII respectivamente.
La alianza entre burguesía y latifundistas se vio fortalecida tras la victoria militar de 1883 y la derrota final de los indios araucanos en la misma década. Esta alianza les había dado resultados muy satisfactorios: expansión de las fronteras nacionales y enorme aumento de la riqueza nacional, derivada de los nitratos. El «compromiso histórico» entre las distintas fracciones de la clase dominante encontró su expresión en el terreno de la política con un largo período de parlamentarismo. El boom económico mundial de 1891-1913 dio a la clase dominante chilena un cierto margen de maniobra. La neutralidad de Chile en la I Guerra Mundial también produjo una serie de beneficios económicos. La fusión de los intereses de la banca, los terratenientes y los grandes industriales era total. No existían diferencias fundamentales entre los partidos políticos representados en el Parlamento.
Las cifras siguientes demuestran el secreto de la «democracia» chilena de aquel entonces:
Producción de nitratos (en toneladas)
1892: …….. 300.000
1896: …….. 1.000.000
Promedio anual 1901-10: 1.720.000
Promedio anual 1911-20: 2.500.000
El aumento del comercio mundial y la demanda de nitratos chilenos hicieron subir el precio de este producto, que aumentó un 75% entre 1910 y 1918. Algo parecido ocurrió con el cobre, que poco a poco fue desplazando a los nitratos como principal exportación del país. La producción anual de cobre pasó de 33.000 toneladas/año, de media entre 1901 y 1910, a 68.000 toneladas/año entre 1911 y 1920. El valor total del comercio exterior pasó de 140 millones de pesos en 1896 a 580 millones en 1906.
Pero de la misma forma que la burguesía chilena fue totalmente incapaz de llevar a cabo una reforma agraria, en el terreno de la industria y la minería se entregó de la forma más servil al imperialismo extranjero, a pesar de esa «edad de oro» del capitalismo chileno. Ya en los años de la I Guerra Mundial, el 50% de las inversiones en la minería eran foráneas. Muy pronto, el imperialismo, sobre todo el norteamericano, se adueñó de la industria del cobre. En 1904, la mina El Teniente, que producía una tercera parte del total nacional, pasó a manos de una empresa norteamericana. Chuquicamata, que producía alrededor de la mitad del total nacional, fue comprada por otra empresa norteamericana en 1912. En 1927, Anaconda compró Potrerillos, que representaba 1/6 de la producción nacional de cobre. Durante más de medio siglo, compañías como Anaconda y Kennecott Copper han llevado a cabo una auténtica sangría de los recursos minerales del país, acumulando inmensas fortunas a costa de la clase trabajadora chilena.
Control imperialista
Ocurrió lo mismo en otros sectores, como el hierro, abundante y de calidad. Bethlehem Steel tomó el control de El Tojo en 1913 y la explotó hasta agotarla. La mayor parte del hierro chileno viajó a EEUU.
En este aspecto, la burguesía chilena también ha dado suficientes muestras de su total incapacidad para llevar a cabo otra de las tareas fundamentales de la revolución democrático-burguesa: la emancipación del país del dominio del imperialismo. Antes de la Primera Guerra Mundial, Chile era un país semisatélite del imperialismo británico; después de la Segunda, la burguesía cambió de yugo y pasó a depender del norteamericano. Esta gente, a la que hoy en día se le llena la boca hablando de la «patria» y del nacional», es y ha sido siempre totalmente incapaz de emancipar a Chile de su dependencia humillante del imperialismo. Desde el primer momento han sido felices con el papel de administradores locales de los intereses imperialistas, los botones de las grandes multinacionales. Bajo el dominio de la burguesía, toda la enorme riqueza de Chile ha sido saqueada por los imperialistas o despilfarrada por la oligarquía.
Ni siquiera han sido capaces de modernizar el país y desarrollar una infraestructura mínimamente decente, como demuestra la condición deplorable de las carreteras. Las pocas buenas carreteras que hay en el Norte fueron construidas por las empresas mineras extranjeras. La mayor parte de las exportaciones chilenas son transportadas por buques extranjeros.
Todo esto demuestra la necesidad de llevar a cabo en Chile toda una serie de tareas históricas que en Europa Occidental se resolvieron ya hace mucho tiempo, en la época de la revolución democrático-burguesa. Pero toda la historia de Chile demuestra contundentemente la total incapacidad de la burguesía «nacional» para llevarlas a cabo. Aunque ya antes de la I Guerra Mundial, el capitalismo se había convertido en la fuerza decisiva del país, desde su nacimiento está vinculado de forma decisiva, por un lado, a los intereses imperialistas y, por otro, a los de los grandes terratenientes, a través de los bancos y el comercio. Esta es precisamente la razón por la que la burguesía «nacional» nunca fue capaz de llevar a cabo las tareas históricas de la revolución democrático-burguesa y jamás será capaz de hacerlo.
¿Cómo se podía plantear seriamente luchar contra el control imperialista del país, cuando los intereses vitales de la burguesía chilena dependían de las inversiones extranjeras y del comercio extranjero? ¿Cómo se podía plantear una auténtica reforma agraria, cuando una parte importante de su capital provenía de los terratenientes, con quienes los burgueses estaban vinculados por miles de lazos económicos, políticos, familiares, de educación, etc.?
Si la burguesía era incapaz de llevar a cabo esas tareas históricas, ¿qué otra clase social podía hacerlo? ¿El campesinado? Las masas campesinas, dispersas, analfabetas y sometidas durante siglos a la opresión más brutal, sólo eran capaces de llevar a cabo, periódicamente, actos de rebeldía desesperada, sin ninguna posibilidad de éxito a no ser que encontraran una dirección consciente en otra clase social, basada en los centros neurálgicos del país, las ciudades. El campesinado, la clase más heterogénea de la sociedad, siempre ha sido la clase menos capacitada para jugar un papel político independiente. O actúa bajo la dirección de la burguesía o bajo la del proletariado. De hecho, la lucha por la hegemonía política del campesinado es una cuestión clave para la revolución socialista en Chile. Pero el primer paso en este sentido es reconocer la imposibilidad de que esta clase social pueda jugar un papel independiente.
¿La clase media? Los representantes políticos de la clase media no tenían nada que ver con los jacobinos franceses, los pequeño-burgueses revolucionarios del siglo XVIII que conformaron la punta de lanza de la revolución de 1789. El largo período de boom económico de 1891-1918 permitió a la oligarquía chilena un amplio margen de maniobra para comprar la lealtad de la clase media, ofreciéndoles carreras burocráticas en la Administración. Así surgió toda una nueva casta de políticos profesionales. Los políticos «liberales» de la clase media se vendían a la oligarquía por poco dinero. La clase media chilena, desde aquel entonces, consideró la política como un negocio muy rentable: esto ha sido más verdad todavía para los llamados políticos «progresistas» de la burguesía: los «liberales», «radicales» y «democristianos», que participaban plenamente en el espectáculo repugnante de corrupción y prostitución, mientras las masas obreras y campesinas permanecían como meros espectadores pasivos del juego parlamentario. Los representantes políticos de la clase media estaban atados de pies y manos al carro de la oligarquía que les garantizaba puestos en la administración. Para ellos el sistema funcionaba bastante bien. Desde el principio, los «liberales» chilenos han sido la bota de izquierdas de la oligarquía.
El ascenso del movimiento obrero y la revolución rusa
Por otra parte, el auge de la economía chilena conllevó el desarrollo de la industria y de la clase obrera, motivando que masas de campesinos pobres emigraran a las ciudades. En 1907, el 43,2% de la población vivía en centros urbanos; en 1920, había subido al 46,4%. El 14% de la población total del país vivía en la capital, Santiago. Este proceso acelerado de proletarización condujo a los primeros intentos de organizar a la clase obrera, empezando en el terreno sindical.
Ya a principios de siglo, Luis Emilio Recabarren encabeza el proceso de organización en las minas de nitratos. Más tarde, en 1910, se forma la Federación Obrera Chilena (FOCh). Dos años después, Recabarren intenta dar la primera expresión política al movimiento obrero chileno, con la formación del Partido Obrero Socialista (POS) en Iquique.
Pero fueron los acontecimientos que siguieron a la I Guerra Mundial, sobre todo la Revolución rusa, los que provocaron una enorme radicalización de la joven clase obrera chilena. La recesión mundial que empezó en 1918 provocó una caída de los precios del cobre y los nitratos. Todas las contradicciones sociales ocultas en el período anterior surgieron a la superficie. Entre 1913 y 1923, los salarios reales de los trabajadores se redujeron un 10% a consecuencia de la inflación. La importancia de este período de radicalización quedó demostrada por la ola de huelgas que hubo entre 1911 y 1920: se contabilizaron 293.
Pero el acontecimiento clave en el proceso de toma de conciencia de los trabajadores chilenos fue la Revolución de Octubre. En un ambiente generalizado de radicalización, el POS se declara a favor de la Revolución rusa y en 1922 acepta las 21 condiciones para ingresar en la Internacional Comunista, cambiando su denominación por la de Partido Comunista de Chile (PCCh).
En los años siguientes, la sociedad chilena vivió una crisis permanente a todos los niveles, lo que daba enormes posibilidades para el triunfo de la revolución socialista. Las ilusiones de las masas en los políticos «progresistas» de la burguesía se vieron frustradas tras las elecciones de 1918. El gobierno de la Alianza Liberal de Alessandri Palma demostró su total incapacidad para solucionar ni uno solo de los problemas de la clase obrera.
Los trabajadores aprendieron, mediante una experiencia amarga, a desconfiar totalmente de los políticos «liberales» de la burguesía. El poder económico permanecía en manos de los monopolios y los terratenientes. La crisis económica iba de mal en peor. Con el creciente control imperialista de la economía, quedó patente para todos que la burguesía chilena no era más que la sucursal local de los capitalistas extranjeros. La inestabilidad política se vio reflejada en una serie de pronunciamientos y en el cambio de Constitución en 1925.
La recesión mundial de 1929 golpeó duramente a Chile, obligándole a abandonar el patrón oro y repudiar la deuda exterior. Ese año, la producción minera sólo alcanzó el 52% del promedio del período 1927-29. El desempleo aumen-tó masivamente. De los 91.000 mineros que había en 1929, sólo quedaban 31.000 a finales de 1931.
El descontento, generalizado a todos los niveles de la sociedad, encontró su expresión más clara en una ola de agitación entre los estudiantes universitarios. En general, los estudiantes y los intelectuales son un barómetro muy sensible de las contradicciones y tensiones en el seno de la sociedad. Lenin explicaba que las condiciones objetivas para que pudiera hacerse la revolución socialista son cuatro: en primer lugar, que la clase dominante pierda confianza en sí misma y no pueda seguir ejerciendo su dominio con los mismos métodos de antes. Segundo, que las clases medias, la reserva social de la reacción, estén vacilando o sean por lo menos neutrales. Tercero, que la clase obrera esté dispuesta a luchar por la transformación radical y decisiva de la sociedad. Y cuarto, que exista un partido revolucionario, con una dirección revolucionaria capaz de dirigir a las masas hacia la toma del poder.
La crisis de la clase dominante chilena se puso de manifiesto por la crisis gubernamental permanente que caracterizó la década de los 20. El fermento entre los estudiantes reflejaba el descontento generalizado entre la clase media. A las protestas de los estudiantes se sumaron los médicos y otros sectores profesionales. Hubo una serie de manifestaciones violentas que condujeron al colapso de la dictadura de Ibáñez, que huyó del país. Si hubiese existido un auténtico partido revolucionario de masas en Chile, la situación prerrevolucionaria se hubiera podido transformar en una situación revolucionaria, con la toma del poder por parte de la clase trabajadora.
La tragedia de la clase obrera chilena fue que la consolidación del Partido Comunista coincidió con la degeneración estalinista de la URSS. El mismo proceso se dio en todos los partidos de la Internacional Comunista, que seguían ciegamente la línea política determinada por los intereses de la burocracia rusa. A partir de 1928, la Internacional, creada bajo la política leninista del internacionalismo proletario, aprobó oficialmente la teoría estalinista del «socialismo en un solo país», lo que convirtió a los partidos comunistas en meros instrumentos de la política exterior de la burocracia rusa. Este fue el factor decisivo en la degeneración nacional-reformista de todos los partidos de la Internacional Comunista.
Al mismo tiempo, siguiendo las instrucciones de la camarilla estalinista de Moscú, los partidos de la Internacional aprobaron la locura ultraizquierdista del llamado «tercer período», según la cual todas las demás organizaciones de la clase obrera eran «socialfascistas». Esta política fue la causa del terrible fracaso de la clase obrera alemana en 1933. En los demás países, los partidos comunistas perdieron su base entre las masas a consecuencia de esta locura, que iba directamente en contra de la política de frente único predicada por Lenin. También en Chile los resultados de la política estalinista fueron funestos. El PCCh se vio reducido a un grupúsculo sectario, aislado de las masas en el momento decisivo y totalmente incapaz de dar una dirección seria al movimiento revolucionario.
Como consecuencia de la ausencia de un partido revolucionario de masas, la oportunidad se perdió. El breve gobierno «socialista» de Carlos Dávila fue derrocado por el golpe de Estado de Arturo Alessandri en septiembre de 1932. Es interesante recalcar que los radicales, el partido «liberal» de la burguesía chilena, apoyó a Alessandri. De hecho, en los años 30, el Partido Radical fue controlado por una camarilla de terratenientes y grandes capitalistas.
El gobierno Dávila había proclamado la «República Socialista» en Chile, pero al no contar con el apoyo activo de las masas quedó suspendido en el aire. A veces un «pronunciamiento» es suficiente para llevar a cabo un cambio radical, sin romper con el orden burgués, pero la revolución socialista tiene que basarse en el movimiento consciente de la clase obrera. En este contexto, Adonis Sepúlveda comenta en su artículo sobre la historia del PSCh:
«El movimiento no se había sostenido en las masas, no se entregó armas al pueblo para defender el gobierno, no había un partido que vanguardizara la resolución de lucha de los trabajadores«. (Socialismo chileno, mayo 1976, nº 1, el subrayado es nuestro).
La experiencia de estos acontecimientos convenció a los mejores luchadores de la clase obrera chilena de la necesidad urgente de un nuevo partido, un partido que realmente defendiera los intereses de la clase obrera, que no se basara ni en el reformismo socialdemócrata de la Segunda Internacional ni en la perversión estalinista de la Tercera, sino que había que volver a las auténticas ideas del marxismo-leninismo, del bolchevismo y la Revolución de Octubre. A esta iniciativa se sumaron también muchos cuadros del viejo POS, descontentos con la línea estalinista del PCCh.
Aquí sería conveniente resumir algunos de los puntos más sobresalientes de la vieja Declaración de Principios del PSCh.
«Métodos de interpretación:
El Partido acepta como método de interpretación de la realidad el marxismo, enriquecido y rectificado por todos los aportes científicos del constante devenir social.
Luchas de Clases:
La actual organización capitalista divide a la sociedad humana en dos clases cada día más definidas. Una clase que se ha apropiado de los medios de producción y que los explota en su beneficio y otra clase que trabaja, que produce y que no tiene otro medio de vida que su salario. La necesidad de la clase trabajadora de conquistar su bienestar económico y el afán de la clase poseedora de conservar sus privilegios determinan la lucha entre estas clases.
El Estado:
La clase capitalista está representada por el Estado actual, que es un organismo de opresión de una clase sobre otra. Eliminadas las clases, debe desaparecer el carácter opresor del Estado, limitándose a guiar, armonizar y proteger las actividades de la sociedad.
Transformación del régimen:
El régimen de producción capitalista, basado en la propiedad privada de la tierra, de los instrumentos de producción, de cambio, de crédito y de transporte, debe necesariamente ser reemplazado por un régimen económico socialista en que dicha propiedad privada se transforme en colectiva.
Dictadura de los trabajadores:
Durante el proceso de transformación total del sistema es necesaria una dictadura de los trabajadores organizados.
La transformación evolutiva por medio del sistema democrático no es posible porque la clase dominante se ha organizado en cuerpos civiles armados y ha erigido su propia dictadura para mantener a los trabajadores en la miseria y en la ignorancia e impedir su emancipación.
Internacionalismo y antiimperialismo económico:
La doctrina socialista es de carácter internacional y exige una acción solidaria y coordinada de los trabajadores del mundo. Para realizar este postulado, el Partido Socialista propugnará la unidad económica y política de los pueblos de América Latina para llegar a la Federación de las Repúblicas Socialistas del Continente y a la creación de una política antiimperialista«. (Socialismo chileno, pp. 15-16, el subrayado es nuestro).
Estos principios básicos se mantuvieron inscritos en el carné de cada militante del PSCh durante los primeros 25 años de su existencia. A partir de la victoria de Hitler en Alemania, la política exterior de la burocracia rusa dio un nuevo giro. En un primer momento, Stalin intentó llegar a un acuerdo con Berlín, pero al fracasar lanzó una nueva política, basada en la idea de una alianza con «los países democráticos» (fundamentalmente con el imperialismo francés e inglés) en contra de Alemania. De la noche a la mañana, los partidos «comunistas» recibieron nuevas órdenes: acabar con la política anterior del «tercer período» y entrar en pactos y alianzas no sólo con los partidos socialdemócratas (que hasta ayer eran calificados de «socialfascistas»), sino también con los partidos «progresistas» de la burguesía, para atajar el peligro del fascismo.
El Frente Popular
De esta manera, los dirigentes de los partidos «comunistas» se convirtieron en los aliados más fervientes de la burguesía «liberal». Lenin había luchado toda su vida contra esta política de colaboración con los llamados elementos «progresistas» de la burguesía, negándose, tras la Revolución de Febrero en Rusia, a entrar en el gobierno provisional en coalición con los liberales burgueses. Los mencheviques y socialrevolucionarios en aquel entonces justificaron su entrada en el gobierno provisional __la primera edición de frente popular en la historia__ alegando que en Rusia, un país atrasado donde la clase obrera era una pequeña minoría de la población, las tareas inmediatas eran las de la revolución democrático-burguesa y que, por tanto, los socialistas debían aliarse con los partidos burgueses «progresistas» para luchar contra los restos del feudalismo y la contrarrevolución fascista. La respuesta de Lenin fue tajante: ninguna confianza en la burguesía, ningún apoyo al gobierno provisional, desconfiar sobre todo de los elementos burgueses más «radicales», como Kerensky, ningún acercamiento a los demás partidos (se refería a los mencheviques, fundamentalmente). En otras palabras, confiar exclusivamente en las fuerzas de la clase obrera organizada en los consejos obreros (sóviets), como único poder capaz de derrotar a la reacción, conquistar las libertades democráticas, llevar a cabo todas las tareas de la revolución democrático-burguesa en alianza con las masas de campesinos pobres mediante la toma del poder y, a continuación, pasar de una forma ininterrumpida a la revolución socialista, la expropiación de la burguesía y el inicio de la transformación socialista de la sociedad. Lenin y los bolcheviques comprendían que la construcción del socialismo no era posible en un solo país, y menos en un país atrasado como la Rusia de aquel entonces, y por eso plantearon la necesidad imperativa de la extensión de la revolución a otros países, sobre todo a los países desarrollados de Europa. Por eso fue creada la III Internacional, la Internacional Comunista, que proclamó la necesidad de la revolución mundial, los Estados Unidos Socialistas de Europa y por último la Federación Socialista Mundial.
Bajo Lenin y Trotsky, la Internacional Comunista aglutinó a los elementos más revolucionarios y conscientes de la clase obrera del mundo. Aprendiendo de la experiencia funesta de la II Internacional (que en palabras de Lenin no era una internacional, sino «una oficina de correos», por la escasa vinculación entre los distintos partidos nacionales), los bolcheviques volvieron al concepto de internacional que tenían Marx y Engels en los tiempos de la Asociación Internacional de los Trabajadores: El partido mundial de la revolución socialista, con una política, una estrategia y una dirección comunes. Esta idea no suponía en absoluto una concepción antidemocrática, ni tampoco la hegemonía de un partido sobre los demás. Al contrario. En los primeros cuatro congresos de la III Internacional, los debates internos demuestran la existencia de un amplio margen de democracia interna, de libertad de discusión, donde incluso el partido más pequeño podía expresar sus diferencias con la política del partido más grande, el partido bolchevique. Había una amplia autonomía para las secciones nacionales, dentro de la política general establecida por los congresos de la Internacional, que hasta la muerte de Lenin se celebraban anualmente, a pesar de todas las dificultades.
Con la degeneración burocrática de la Revolución Rusa, que se produjo debido al aislamiento de un Estado obrero en un país atrasado, esta situación varió totalmente. El proceso de estalinización del Partido Comunista ruso fue seguido por un proceso paralelo en la Internacional. Todos los militantes críticos fueron eliminados burocráticamente, cosa que nunca se dio en los tiempos de Lenin. Los dirigentes de la Internacional se convirtieron en funcionarios estalinistas cuyo único fin era aplicar las órdenes de Moscú. Antes, estos elementos habían llevado a cabo la política ultraizquierdista del «tercer período». Ahora, sin ningún tipo de problema, dieron un giro de 180º, hacia la política de «frente popular», una política que Trotsky había caracterizado correctamente como «una caricatura maliciosa del menchevismo» y «una conspiración rompehuelgas».
Pero los estalinistas chilenos no podían llevar a cabo su política de colaboración entre las clases sin la participación de los socialistas. Los trabajadores chilenos habían aprendido a desconfiar totalmente de los políticos «liberales» de la burguesía. La creación del PSCh era la expresión del deseo instintivo de la clase obrera, por la necesidad de una política de independencia de clase. La política declarada de los socialistas era la del frente único de trabajadores, que propugnaba la candidatura de Marmaduke Grove, destacado líder del movimiento obrero detenido por el gobierno y elegido senador por Santiago con el lema «de la cárcel al Senado».
El espíritu revolucionario del movimiento de aquel entonces fue expresado en las famosas palabras de Grove: «Cuando lleguemos al poder, nos faltarán faroles para colgar a la oligarquía». Estas palabras reflejaban el ambiente entre los trabajadores y demás sectores oprimidos de la sociedad chilena, que estaban buscando el camino de la Revolución Socialista, no el de la colaboración con la burguesía.
La radicalización de las masas y la crisis del capitalismo empujaron a la oligarquía a buscar «la solución final», al igual que en Alemania, Italia o España, organizando y armando a las bandas fascistas. El gobierno bonapartista de Alessandri no había resuelto ninguno de los problemas de la sociedad chilena. Pero el movimiento fascista se encontró con la resistencia heroica de la clase obrera: las milicias obreras del Partido y las Juventudes socialistas, «los camisas de acero», que lucharon contra los fascistas en todo Chile. Asustado, el mismo Alessandri se vio obligado a actuar contra los fascistas cuando éstos intentaron un golpe.
El fracaso del intento fascista, la crisis del gobierno Alessandri y la creciente ola de radicalización de las masas crearon de nuevo condiciones muy favorables para una ofensiva de la clase obrera. Pero los estalinistas chilenos jugaron un papel totalmente nefasto. Desgraciadamente, los dirigentes del PSCh fueron totalmente incapaces de ofrecer una alternativa. Los estalinistas tomaron la iniciativa, presionando fuertemente sobre la dirección del PSCh para que aceptara un frente popular con el Partido Radical. Esta idea iba contra todos los principios del partido y se encontró con la oposición decidida de la base obrera, que comprendía instintivamente el carácter traicionero de los liberales burgueses y quería un gobierno de los trabajadores. En palabras de Adonis Sepúlveda:
«Cuando los cambios en la estrategia del movimiento obrero colocan en el tapete de la discusión la formación del Frente Popular, el Partido Socialista se resiste a esta alianza que entrega la hegemonía del movimiento obrero a determinados sectores de la burguesía. Tiene a esa altura un profundo arraigo popular y un líder carismático. Hay un empuje inmenso en su militancia. Ningún socialista acepta que se entregue el liderazgo a otra fuerza«. (Socialismo chileno, p. 20, el subrayado es nuestro).
Desgraciadamente, la falta de experiencia de los jóvenes cuadros y las vacilaciones de la dirección del PSCh, que no supieron resistir las insistentes presiones de los estalinistas, condujeron al error fatal de entrar en el Frente Popular, a pesar de la oposición de la base y en abierta contradicción con los principios y la política del partido. En el Congreso extraordinario convocado en 1938, al secretario general, Óscar Schnake, le costó cinco horas que los delegados aceptasen la retirada de la candidatura de M. Grove, que se había agitado desde 1936.
Decisión desastrosa
Esta decisión, trágicamente errónea, tuvo consecuencias desastrosas para el socialismo chileno y para toda la clase trabajadora. De la entrada de los socialistas en el gobierno del Frente Popular, que ganó las elecciones de 1938, Sepúlveda saca las siguientes conclusiones:
«El joven partido no resiste la colaboración de clases. Sus sectores menos maduros y más oportunistas se «engolosinan» con el aparato del Estado y olvidan los objetivos que motivan su instalación en él. Afloran las debilidades y el reformismo de algunos dirigentes, que habían permanecido ocultos en las duras luchas de los primeros años. Los de mayor formación marxista y fuerte conciencia de clase combaten con firmeza la ola reformista que invade al Partido. La Juventud, combativa y revolucionaria, está a la cabeza de la lucha interna por la recuperación doctrinaria. La base reacciona con vehemencia ante la corrupción y el compromiso con el status que se desata en las altas cumbres burocráticas. El inconformismo no es de grupos radicalizados, sino de antiguos contingentes obreros. La expulsión del Comité Central de la Juventud es la gota que desborda el vaso: se produce la más grave escisión de los 43 años de la vida del socialismo». (Socialismo chileno, pp. 20-21).
A pesar de todos los acuerdos del partido, el liderazgo de la coalición gubernamental pasó a manos de los políticos burgueses del Partido Radical. Bajo la presión de las masas, el Frente Popular hizo ciertas reformas, pero a continuación optó por una política de contrarreformas que provocó enfrentamientos abiertos con el movimiento obrero. Un documento oficial del PSCh, publicado en abril de 1978 para conmemorar el 45 aniversario de su fundación, recuerda la respuesta obrera a las medidas antiobreras tomadas por el gobierno:
«La clase obrera de Santiago respondió al decreto primitivo con una vigorosa movilización de masas, trágicamente reprimida por la fuerza pública. A la masacre siguió un paro general, la renuncia del gabinete y, como primer acto de una descabellada aventura entre la dirección del PSCh y ciertos sectores de las fuerzas armadas, se selló una coalición bastarda carente de principios, de programa y de base popular. En el congreso de 1946 todos los dirigentes fueron drásticamente sustituidos». (45 aniversario del PSCh, pp. 4-5).
Desde el primer momento, la participación de los dirigentes socialistas en una coalición con la burguesía había sido una aventura sin principios que tuvo consecuencias catastróficas para el partido. Empieza una serie de crisis internas y escisiones. El partido sólo se salvó gracias a las Juventudes Socialistas y los marxistas, quienes lucharon contra la política colaboracionista de la dirección y a favor de una política revolucionaria, de independencia de clase. En las elecciones presidenciales de 1946, los estalinistas chilenos vuelven a apoyar una candidatura burguesa y entran en el gobierno de Gabriel González con los liberales y radicales. Al cabo de dos años reciben su recompensa: expulsión del gobierno e ilegalización hasta 1958.
Una vez más, el gobierno González demuestra a todo el mundo el carácter netamente reaccionario de la burguesía «liberal» chilena. Este gobierno «radical», «de izquierdas», resulta ser el instrumento más servil en manos del imperialismo norteamericano y la oligarquía chilena. En una conferencia sobre su programa, celebrada en 1947, los socialistas chilenos subrayaron «la falta de independencia demostrada por la burguesía para enfrentarse al imperialismo y a las oligarquías criollas» y aprueba nuevamente la política del Frente de Trabajadores contra la de colaboración con la burguesía liberal. Es interesante citar algunas líneas del Programa aprobado en esa conferencia, que recogen la experiencia del movimiento obrero chileno en las décadas anteriores y sacan una serie de conclusiones muy importantes:
«Corresponde en el momento actual a los partidos socialistas y afines de América Latina llevar a cabo en nuestros países semicoloniales las realizaciones económicas y los cambios jurídicos que en otras partes ha impulsado y dirigido la burguesía. Las condiciones anormales y contradictorias en que nos debatimos, determinadas por el retraso de nuestra evolución económica social en medio de una crisis al parecer definitiva del capitalismo, exigen una aceleración del proceso de la vida colectiva; tenemos que acortar las etapas mediante esfuerzos nacionales y solidarios para el aprovechamiento planificado del trabajo, de la técnica y del capital que tengamos a nuestra disposición.
El proceso material, en naciones más favorecidas, ha sido el efecto del espontáneo juego de fuerzas vitales y sociales en tensión creadora. Entre nosotros, tendrá que ser el resultado de la organización de la actividad colectiva, hecha con un criterio técnico y dirigida con un propósito social. El giro de los sucesos mundiales y la urgencia de los problemas internos no dan ocasión para esperar. Por ineludible imperativo de las circunstancias históricas, las grandes transformaciones económicas de la revolución democrático-burguesa (reforma agraria, industrialización, liberación nacional) se realizarán en nuestros países latinoamericanos a través de la revolución socialista«. (El subrayado es nuestro).
Independencia de clase
La experiencia de sucesivos gobiernos burgueses daba la razón a estas tesis. Después de los años de vacas gordas que hubo durante la Segunda Guerra Mundial y algo después, el precio del cobre empezó a caer nuevamente, provocando una crisis en la economía nacional. El nivel de empleo en la industria chilena en 1949 quedó por debajo del nivel de 1947. La inflación siguió aumentando y los capitalistas chilenos amasaron fortunas especulando con la divisa nacional. El 75% de la tierra cultivable permanecía en manos del 5% de la población y el capital estadounidense aumentó su influencia en la industria nacional.
Mientras tanto, se logra la reunificación del movimiento sindical, dividido desde 1946, con la creación de la Central Única de Trabajadores (CUT) en 1953, que en su declaración de principios proclama como meta principal la organización de todos los trabajadores del campo y de la ciudad «para luchar contra la explotación del hombre por el hombre, hasta llegar al socialismo íntegro».
En los años 50, los socialistas chilenos llegan a la siguiente conclusión, sobre la base de toda su experiencia anterior:
«Esta situación se disputa en torno a las posibilidades de colaboración con gobiernos no representantes de los trabajadores, caracterizando ésto a la trayectoria histórica del socialismo, hasta que, enfrentado a su pobre porvenir ideológico, decide rebuscar en sus principios una política que le trace una perspectiva de independencia ideológica, de clase, y que fundamentalmente representa a los trabajadores. Es así como aparece en Agosto de 1956 la nombrada tesis del Frente de los Trabajadores, cuya fundamental y primera lección es que la burguesía no es en nuestros países una clase revolucionaria. Lo son, en cambio, los trabajadores industriales y mineros, los campesinos, la pequeña burguesía intelectual, los artesanos y operarios independientes, todos los sectores de la población cuyos intereses chocan con el orden establecido. Y en este conjunto cada vez juega un papel más determinante la clase obrera. Por su organización, su experiencia sindical y política, su sentido de clase, es el núcleo más resuelto de la lucha social«. (45 aniversario del PSCh, p.9, el subrayado es nuestro).
El mismo documento afirma:
«Muchos detalles objetivos están por alcanzarse y deben constituir, por tanto, metas vitales para Chile, pero negamos que nuestra incipiente y anémica burguesía tenga independencia y capacidad para conquistarlos. Es aquí una clase tributaria del imperialismo, profundamente ligada a los terratenientes, usufructuaria ilegítima de privilegios económicos que ya carecen de toda justificación. Concluimos, entonces, que únicamente las clases explotadas, los trabajadores manuales e intelectuales, pueden asumir esa misión en términos de conformar una sociedad nueva, sostenida por una estructura productiva, moderna y progresista».
Asimismo se explica que «la tarea de nuestra generación no consiste en realizar la última etapa de las transformaciones democrático-burguesas, sino dar el primer paso en la revolución socialista». En realidad, las tareas fundamentales de la revolución democrático-burguesa en Chile sólo pueden ser llevadas a cabo mediante la toma del poder de la clase trabajadora, a la cabeza de las masas de campesinos pobres y demás sectores oprimidos de la sociedad. Pero un gobierno obrero en Chile no podría limitarse a las tareas democrático-burguesas, dado que éstas supondrían un ataque contra el sistema capitalista y conducirían de forma ininterrumpida a la transformación socialista de la sociedad.
En las elecciones presidenciales de 1958, Salvador Allende, candidato común del PSCh y el PCCh bajo las siglas FRAP (Frente de Acción Popular), obtuvo 356.000 votos, a sólo 30.000 del candidato burgués, Alessandri. El gobierno de derechas llevó a cabo un programa de austeridad, que pesaba sobre las espaldas de la clase obrera. La respuesta fue una ola de huelgas contra la represión gubernamental.
Desgraciadamente, en el FRAP se ve nuevamente la tendencia de los dirigentes socialistas a claudicar ante las presiones del PCCh. En el programa común se nota un cambio fundamental con respecto al programa del Partido Socialista. Como dice el documento 45 aniversario del PSCh:
«Nuevamente es difícil identificar los principios del socialismo implementados [aplicados] en la trayectoria del FRAP, incluidos en ella que ya es una nebulosa de principios y en la que es imposible reconocer los del partido (…) 20 años más tarde tenemos una política correcta nacional e internacional, una identificación social adecuada: el Frente de Trabajadores, que es absolutamente consecuente con nuestros principios, pero nos hemos desgastado en el camino compartido; en el que cada alianza nos ha ido ablandando y haciéndonos claudicar y por tercera vez volvemos a decidir erróneamente, volvemos a pactar olvidándonos de la clase trabajadora, de la lucha de clases, de que la burguesía no es revolucionaria y aunque está escrito en nuestros principios, en nuestros informes a los Congresos, en las polémicas interpartidarias, volvemos a establecer una santa alianza que contradice los postulados básicos de nuestro partido y del Frente de los Trabajadores. Nace así una nueva coalición, la posibilidad de la unidad popular».
Otra vez más, los dirigentes del partido «comunista» insisten en sus tesis del carácter democrático-burgués de la revolución chilena y la necesidad de buscar pactos y alianzas con los llamados partidos burgueses «progresistas».
Y, de nuevo, los dirigentes socialistas no supieron resistir las presiones. Aunque evidentemente sus intenciones eran buenas (mantener como fuera la unidad de las fuerzas principales de la clase obrera chilena), los dirigentes del PSCh pagaron un precio demasiado alto, cuyos resultados sólo quedaron en evidencia con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Lo que está claro es que para dirigir a la clase obrera hacia la toma del poder no es suficiente tener unos principios ideológicos más o menos correctos. Por supuesto, sin ideas claras, sin un programa revolucionario, sin principios marxistas y sin perspectivas correctas, nunca será posible construir el partido revolucionario ni hacer la revolución socialista. Pero también hace falta una dirección revolucionaria, una dirección bolchevique, que no vacile en los momentos decisivos, que no pierda de vista el objetivo principal de la revolución y que, bajo la apariencia de «acuerdos tácticos» o la «unidad», no haga concesiones en cuestiones de principios. Lenin, en este aspecto, siempre se mostraba totalmente intransigente. Más de una vez se le acusó de «sectarismo» y «dogmatismo» por negarse a entrar en acuerdos de principios, y no sólo con los burgueses (ésto se da por supuesto), sino también con otros partidos obreros. El ejemplo más claro es la actitud que adoptó en 1917 hacia los mencheviques, que precisamente lo acusaban de «sectarismo» y de «romper la unidad del campo revolucionario». Tales acusaciones nunca deben asustar a una dirección revolucionaria. Lenin comprendía perfectamente la necesidad de pactos y acuerdos temporales con otros partidos obreros. Pero la consigna de Lenin era siempre: «marchar separados, golpear juntos». Nunca confundir los distintos programas y las distintas banderas de los partidos obreros cuando éstos se ponen de acuerdo sobre alguna acción concreta. La tragedia del socialismo chileno durante toda su historia ha sido que, después de sacar una serie de conclusiones correctas de la experiencia de lucha, sus dirigentes siempre claudicaron en cuestiones fundamentales ante las exigencias de los estalinistas, que en cada ocasión lograron dominar el frente común que unía a ambos partidos, imponiendo sus ideas, sus programas y sus criterios. Y esta receta ha conducido siempre al fracaso más absoluto de la clase obrera.
La política reaccionaria del gobierno Alessandri produjo una ola de radicalización en el país, reflejada en el movimiento huelguístico El ritmo anual de crecimiento económico oscilaba alrededor del 4,5%. Mientras que la inflación aumentó enormemente, el salario real del obrero permanecía prácticamente al mismo nivel que en 1945. El 60% de la población recibía sólo el 20% de la renta nacional. La situación en el campo era tan mala que, en las provincias agrícolas más ricas, el 7% de los terratenientes poseían más del 90% de la tierra. En general, alrededor de un 86% de toda la tierra cultivable del país estaba concentrada en un 10% aproximadamente de las entidades agrícolas. A pesar de todas las promesas de reforma agraria, las condiciones de los campesinos pobres, los «inquilinos» y los «afuerinos», seguían exactamente como antes: miseria, hambre, analfabetismo, enfermedades endémicas y alcoholismo.
El Gobierno Frei
Además, el control asfixiante de la agricultura por los latifundistas condujo a que Chile tiene que importar productos agrícolas para alimentar a su pueblo, a pesar de tener más tierra cultivable per cápita que muchos países europeos. La razón no es difícil de entender. Los latifundistas emplean mano de obra barata en vez de maquinaria y no se preocupan ni lo más mínimo de modernizar sus explotaciones. De esta forma, los sueldos de hambre del campesinado chileno son también la causa principal del bajo nivel de productividad de la agricultura chilena. La necesidad urgente de una profunda reforma agraria en Chile ha sido evidente durante décadas. Pero ninguno de los gobiernos «progresistas» de la burguesía fue capaz de abordar el problema seriamente, por las razones anteriormente explicadas.
Aunque en las décadas anteriores el proceso de urbanización se había intensificado (52% de población urbana en 1940; 66% en 1960), en vísperas de las elecciones presidenciales de 1964 el campesinado todavía representaba alrededor del 30% de la población activa.
La ola de huelgas y el alto grado de conciencia de la clase obrera chilena fueron una advertencia para la burguesía de lo que podría suceder en dichas elecciones. El gobierno Alessandri estaba totalmente desprestigiado. La oligarquía necesitaba una alternativa política capaz de parar el avance de los partidos obreros. Esta alternativa fue la Democracia Cristiana (DC).
La Democracia Cristiana
Como ejemplo muy claro de la debilidad de la burguesía chilena y de la creciente radicalización de la sociedad, tanto en el campo como en la ciudad, las elecciones de 1964 se redujeron a una pugna entre los democristianos, representados por Frei, y el FRAP, representado por Allende. Ambas partes lucharon bajo la bandera de una reforma radical de la sociedad chilena.
Los democristianos, los representantes más hábiles de los intereses de la oligarquía, utilizaron una demagogia muy «izquierdista» para ganar los votos de las masas pequeño-burguesas de la ciudad y, sobre todo, del campo. El campesinado, y la clase media en general, no es una clase homogénea, como lo son la clase obrera o la burguesía. Hay campesinos pobres, campesinos ricos y toda una serie de capas intermedias. En sus capas superiores, los campesinos se acercan a la burguesía, mientras que los campesinos pobres, los «inquilinos» y los «afuerinos», son los aliados naturales del proletariado. Partidos burgueses «liberales» como la Democracia Cristiana tienen su influencia entre las masas de campesinos y la clase media mediante las capas privilegiadas de dicha clase: los abogados, profesores, intelectuales, médicos y, por supuesto, los curas, los que «saben hablar bien», las «fuerzas vivas» de cada pueblo, ante los que el campesino se acostumbra desde pequeño a descubrirse, que a veces son capaces de emplear una verborrea muy radical, incluso «revolucionaria», con el fin de mantener su influencia entre las masas. Se presentan ante los campesinos y pequeños comerciantes como los «amigos del pueblo», los interlocutores entre el pueblo y las autoridades, los defensores de la gente pobre y humilde. Pero una vez elegidos, estos elementos acomodados se ponen inevitablemente al servicio del gran capital de la forma más servil. De hecho, ésta es su verdadera función: la de correa de transmisión entre los monopolistas y los grandes banqueros, por un lado, y las masas de la clase media, por otro. La utilidad de estos explotadores políticos de la clase media por el gran Capital depende de su capacidad para engañar y confundir a los millones de campesinos, pequeños comerciantes y obreros políticamente atrasados, mujeres, etc. La revolución socialista sólo es posible cuando el control asfixiante de los liberales y «democristianos» sobre la clase media y el campesinado se rompe. No obstante, la política totalmente antileninista del Partido «Comunista» de Chile se ha basado desde hace mucho tiempo en la necesidad de una alianza con estos enemigos viscerales del socialismo.
Como síntoma claro del fermento social y el descontento de las masas, baste recordar que el lema de la Democracia Cristiana en 1964 era ni más ni menos que «Revolución en libertad». Y efectivamente, las masas depositaron su confianza en Frei, que obtuvo la mayoría absoluta: un 56% de los 2,5 millones de votos. Los resultados de las elecciones al Congreso al año siguiente confirmaron el triunfo de la DC, que pasó de 23 escaños a 82. Por otra parte, los partidos de derechas sufrieron una derrota total. Todas las esperanzas de la mayoría de la población estaban puestas en la «Revolución en libertad»: la reforma agraria y la chilenización de la economía.
La experiencia del gobierno Frei puso de relieve nuevamente la incapacidad de los liberales burgueses para llevar a cabo las tareas más urgentes de la revolución democrático-burguesa. Bajo Frei, el Estado obtuvo el control de un 51% de las acciones de las grandes compañías norteamericanas de cobre, pero esto en modo alguno eliminó el control sofocante del imperialismo estadounidense sobre la economía chilena. La reforma agraria avanzaba a paso de tortuga. Sus resultados están resumidos en las siguientes palabras:
«Desde el punto de vista cuantitativo, la acción del gobierno de la Democracia Cristiana favoreció, en lo que respecta a la distribución de la tierra, a unas 28.000 familias campesinas, que quedaron organizadas en asentamientos o cooperativas de reforma agraria en los 1.300 predios expropiados o destinados a la reforma agraria, y tenían una superficie global de 3,4 millones de hectáreas. Esto representaba el 13% del total de tierras cultivadas en Chile o el 14,5% de las tierras productivas, y los beneficiados constituían entre el 5 y el 10% de las familias campesinas sin tierra o con tierra insuficiente. La propia meta que se había fijado el gobierno demócrata-cristiano para su período de 6 años era dar acceso a la tierra a 100.000 familias campesinas, lo que significa que realizo 1/3 de su programa en este aspecto». (Chile-América nº 25-26-27, p. 26).
Otros aspectos del programa de Frei, como la intervención estatal en el sector bancario, quedaron sin cumplir. Las masas de obreros y campesinos habían pasado por la escuela de la DC y comprendieron lo que era: un fraude gigantesco. Lo que querían era una transformación profunda de la sociedad; lo que habían conseguido era la continuación del dominio imperialista y oligárquico bajo una fachada más «democrática». El verdadero papel de la DC, la defensora más fiel de la oligarquía, quedó demostrado en la represión brutal de obreros y campesinos. Entre las víctimas de la mina de El Salvador (el tercer yacimiento cuprífero, con 5.634 trabajadores) y Puerto Montt había más de 20 socialistas, asesinados por las «fuerzas del orden» del gobierno Frei.
Fracaso de la Democracia Cristiana
Tras la derrota electoral del 64, los dirigentes del Partido «Comunista» plantearon la posibilidad de una colaboración con el gobierno democristiano. Las consecuencias desastrosas que esto hubiera tenido son evidentes. En palabras de A. Sepúlveda:
«¿Qué habría sucedido después de la elección presidencial de 1964 si el Partido accede o se orienta a un acuerdo con el partido gobernante? Sólo el sometimiento de la clase obrera a la hegemonía burguesa por un largo período (…) Si ésta [la conducta del PSCh frente a la DC] hubiese sido de colaboración directa, de apoyo crítico o de oposición simplemente legislativa, no habríamos debilitado su base social de sustentación y no se habría abierto paso la alternativa popular». (Socialismo chileno, pp. 26, 27 y 28).
El apoyo de la Democracia Cristiana entre las masas iba desapareciendo rápidamente. El descontento y el fermento entre la pequeña burguesía tuvieron su reflejo en el seno del propio partido de Frei, que sufrió una escisión por la izquierda, que constituyó el MAPU y evolucionó hacia una postura radicalizada.
En estas condiciones se intenta otra vez reconstruir un frente electoral entre PSCh y PCCh. En la mesa redonda, cuando se lanzó la idea de la Unidad Popular (UP) hubo una discrepancia entre los representantes socialistas y comunistas. Estos últimos veían la cuestión del socialismo en Chile como «una perspectiva indefinida en el tiempo». (Socialismo chileno, p. 31).
Mientras Allende, sin duda, creía sinceramente en la posibilidad de la transformación socialista de la sociedad por la vía parlamentaria, para los dirigentes estalinistas la cuestión del socialismo ni siquiera surgía. El resultado fue un documento incoherente y lleno de ambigüedades.
«Esta mesa redonda de conversaciones terminaría por llamarse ‘Unidad Popular’. Esta mesa redonda obtuvo como resultado el programa de gobierno de la UP. Programa que en lo esencial recoge los planteamientos contradictorios de dos proyectos político diferentes: el carácter socialista y el carácter democrático-burgués de la revolución chilena, el primero defendido por el PS. Esta contradicción estará presente a lo largo de todo el gobierno de la UP». (45 aniversario del PSCh, p. 16).
La Unidad Popular
«El triunfo del 4 de Septiembre y la aplicación consecuente del programa desata un proceso revolucionario que coloca a las clases en una situación de tensión histórica: revolución o contrarrevolución. No son sólo las realizaciones del Gobierno Popular, o el programa mismo, a lo que temen las clases dominantes, sino a la dinámica revolucionaria de las masas que pone en peligro doblemente el sistema capitalista. Temen sobre todo a la dirección obrera del proceso, expresada por el predominio socialista-comunista en el Gobierno, en la UP y en el movimiento de masas».
«Sin embargo es este último elemento subjetivo -el factor de la dirección- el que no sabe responder a la nueva realidad conformada por la Revolución en marcha, realidad que sobrepasa los objetivos explícitos que la Unidad Popular se traza en 1968». (Socialismo chileno, p. 35).
La coalición de la Unidad Popular incluía no sólo al PCCh y al PSCh, sino también a toda una serie de pequeños partidos y grupúsculos pequeño-burgueses (MAPU, API, SDS y Partido Radical) de muy escasa implantación en las masas. Los radicales, en el momento de su entrada en la coalición, eran indudablemente un partido burgués, que más tarde se escinde bajo la presión de las masas. A diferencia del Frente Popular de los años 30, en que el viejo Partido Radical era la fuerza mayoritaria, ahora los radicales de Alberto Baltra eran una secta, mientras que las fuerzas dominantes de la coalición eran los partidos obreros, PSCh y PCCh. No obstante, a los dirigentes estalinistas les interesaba la presencia de los radicales en el gobierno, no por su importancia electoral, sino como una disculpa para no llevar a cabo un programa socialista. «No podemos ir demasiado rápidamente porque esto puede significar una ruptura de la coalición». La misma táctica ha sido empleada por los dirigentes del PC y del PS en Francia, también con el minúsculo partido radical.
Contra la Unidad Popular se presentan los dos partidos de la burguesía: el Partido Nacional, de Alessandri, los representantes abiertos de la oligarquía, y la Democracia Cristiana, representada por Tomic, que a la desesperada intentaba recuperar la imagen de partido de «izquierdas», abogando por la «nacionalización total de la industria del cobre» y de los bancos extranjeros y la «aceleración» de la reforma agraria. Pero esta vez las masas no se dejaron engañar por las falsas promesas de los democristianos. Los resultados de las elecciones fueron los siguientes:
Allende ……… 1.075.616 (36,3%)
Alessandri ….. 1.036.278 (34,9%)
Tomic ………… 824.849 (27,8%)
El colapso abismal del voto de la DC demuestra claramente el proceso de polarización entre las clases en la sociedad chilena. De hecho, los democristianos ya habían perdido su mayoría absoluta en las elecciones al Congreso de marzo de 1969. De un total de 150 escaños en el Congreso y 50 en el Senado, hubo los siguientes resultados (ver cuadro 1, los resultados de las elecciones de 1965 se dan entre paréntesis).
El resultado de las elecciones de 1970 significaron que la Unidad Popular había ganado, pero sin la mayoría absoluta. Esto fue utilizado por la derecha para imponer condiciones a Allende antes de permitirle formar gobierno. Los dirigentes de la Unidad Popular tenían dos alternativas: o bien rechazar el chantaje de la burguesía, denunciar sus sucios manejos para impedir la voluntad popular y organizar movilizaciones masivas a lo largo y ancho del país, haciendo un llamamiento a las masas, o bien claudicar ante las presiones y aceptar las condiciones impuestas.
Muchos militantes socialistas estaban indignados por esta maniobra de la burguesía. E indudablemente la indignación de las masas hubiera sido todavía mayor si los dirigentes de la UP hubiesen organizado una campaña de movilizaciones y explicaciones. Ya en julio de 1970 la CUT amenazaba con una huelga general. En aquellos momentos, la clase obrera se había convertido en una mayoría decisiva de la sociedad: el 75% de la población activa eran asalariados, fundamentalmente urbanos (en las industrias y en los servicios), menos del 25% se dedicaba a la agricultura. El poder del movimiento obrero en Chile ya había sido demostrado en las olas de huelgas bajo los gobiernos de Ibáñez y Alessandri. Los trabajadores sabían que la campaña electoral se había caracterizado por todo tipo de trucos y manejos sucios contra la UP promovidos por el imperialismo y la oligarquía. El intento de bloquear el acceso de Allende al gobierno hubiera sido la señal para un movimiento sin precedentes que hubiera provocado una radicalización a lo largo y ancho del país.
Además, para los marxistas, si bien los resultados electorales tienen importancia como barómetro del grado de conciencia de las masas, no pueden ser nunca el único factor, ni siquiera el factor determinante en nuestra estrategia. Los marxistas no somos anarquistas. Por eso participamos y estamos dispuestos a utilizar todos los mecanismos de la democracia burguesa e incluso a intentar cambiar la sociedad de modo pacífico, mediante la legislación parlamentaria, en la medida en que se nos permite hacerlo. Sin embargo, toda la historia, y sobre todo la historia de Chile, demuestra cómo la clase dominante está dispuesta a tolerar la existencia de la democracia y su utilización por los socialistas sólo dentro de ciertos límites claramente marcados. En el momento en que la burguesía ve amenazado su poder y sus privilegios, no vacila en romper unilateralmente con las «reglas del juego» (reglas establecidas por ellos en defensa de su poder y sus privilegios) y destruir las conquistas democráticas de la clase trabajadora. No, los socialistas no somos anarquistas. Pero sí somos realistas y hemos aprendido algo de la historia. En este aspecto, lleva razón el compañero Sepúlveda cuando afirma:
«En la cuestión del Poder no se trata de correlación de fuerzas numéricas, de tener la mayoría. Por ejemplo, si en marzo de 1973 obtenemos un 51% o un 55%, ¿significa que el imperialismo y la gran burguesía dejan de preparar el golpe, no continúan desarrollando fuerzas para derrocarnos? Por lo menos, la experiencia histórica demuestra que, aun estando en minoría, la reacción defiende por la violencia su predominio de clase» (Socialismo chileno, p. 36).
Muchos compañeros socialistas, y probablemente comunistas también, preveían la trampa que la burguesía estaba preparando con sus famosas condiciones. El principal protagonista de este manejo era, por supuesto, la Democracia Cristiana, que nuevamente puso de relieve su auténtica naturaleza de defensora más hábil de los intereses de sus amos, los grandes capitalistas, los banqueros y el imperialismo norteamericano.
Bajo la presión insistente del secretario general del PCCh, Luis Corvalán, y compañía, Allende se puso de acuerdo con la DC y aceptó el llamado «pacto de garantías constitucionales», prohibiendo por «anticonstitucional» la formación de «milicias privadas» o el nombramiento como oficiales de miembros de las Fuerzas Armadas no formados en las academias militares. Por otra parte, no se podía hacer ningún tipo de cambio en el Ejército de Tierra, del Aire, la Marina o la Policía Nacional, salvo con la aprobación del Congreso, donde los partidos burgueses todavía tenían la mayoría. De esta forma, Allende y los demás dirigentes de la UP cayeron en la trampa desde el primer momento, olvidando los principios fundamentales del marxismo y el programa de fundación del socialismo chileno:
«La transformación evolutiva por medio del sistema democrático no es posible porque la clase dominante se ha organizado en cuerpos civiles armados y ha erigido su propia dictadura para mantener a los trabajadores en la miseria y en la ignorancia e impedir su emancipación».
Teoría del Estado
Lenin había explicado repetidas veces que el Estado consiste fundamentalmente en «grupos de hombres armados en defensa de la propiedad». La aceptación del «pacto de garantías constitucionales» por parte de los dirigentes de la UP significó un compromiso, por su parte, de no armar a la clase trabajadora y de no tocar ninguna parte del aparato represivo erigido por la burguesía «para mantener a los trabajadores en la miseria y en la ignorancia e impedir su emancipación». Pero entonces, ¿cómo les iba a ser posible llevar a cabo una lucha seria contra la oligarquía y el imperialismo? Durante todo el período de gobierno de la UP, los dirigentes del PSCh y, sobre todo, del PCCh se engañaron a sí mismos y, por lo tanto, engañaron a las masas de obreros y campesinos cuando hicieron hincapié en el carácter «patriótico» e imparcial de su casta militar. Pensaban, de una forma totalmente utópica, neutralizar a los generales y almirantes con buenas palabras, medallas y aumentos salariales.
El aparato estatal, y sobre todo la casta militar, no está por encima de las clases y la sociedad, sino que es un órgano de represión en manos de la clase dominante. Los altos mandos del ejército, en Chile como en cualquier otro país, están vinculados estrechamente, por miles de lazos (de clase, familiares, de educación, intereses económicos, etc.) con la alta burguesía, los banqueros y los terratenientes. Todo esto es el abecé para un marxista. Por otra parte, la burguesía y sus representantes políticos, los democristianos, lo comprendían perfectamente. El «pacto» no era una cuestión secundaria, un detalle o un capricho. Era el centro del asunto, como se vio claramente tres años después con unas consecuencias catastróficas para la clase obrera y todo el pueblo chileno.
No obstante, la formación del gobierno de la UP abrió una nueva etapa en el proceso revolucionario en Chile. Al igual que en España en l936, el programa inicial del gobierno se vio muy rápidamente sobrepasado por el movimiento de las masas.
«Durante el primer año y medio de gobierno, la aplicación de medidas de carácter democrático-burgués agota rápidamente el esquema de reformas de la UP y las masas comienzan a exigir la aplicación del programa en materias como economía, salud, educación o vivienda. Es así como estas masas comienzan a movilizarse en torno a aspiraciones como el paso a manos de los trabajadores de los grandes monopolios textiles, madereros, etc. Aspiraciones que el gobierno sólo puede cumplir en parte, dado su grado de compromiso con la oposición y los obstáculos que el reformismo militante en las propias filas de la UP pone a la consecución de estos objetivos. Es en este punto donde los sectores reformistas inician una acción que tiende a paralizar toda iniciativa que movilice a las masas tras objetivos o perspectivas socialistas y revolucionarias, y audazmente imponen a sus representantes en la dirección del aparato económico, utilizando a la CUT para estos fines. Todo esto tiene como consecuencia un divorcio entre los objetivos de las masas y los objetivos del gobierno«. (45 aniversario del PSCh, p. 17, el subrayado es nuestro).
Presión de las masas
Bajo la presión de las masas, el gobierno de la UP fue bastante más lejos de lo previsto por muchos de sus dirigentes. El esquema mecanicista del estalinismo de una división artificial entre las tareas democrático-burguesas y las tareas de la revolución proletaria quedó roto por el movimiento de las masas. El gobierno Allende llevó a cabo medidas importantes de nacionalización, que representaban un duro golpe contra los intereses de la oligarquía.
Las medidas de chilenización del gobierno Frei habían reducido al 49% la industria del cobre en manos de los grandes monopolios norteamericanos, como Anaconda o Kennecott Copper, a los que Frei pagó enormes indemnizaciones (80 millones de dólares a Kennecott Copper entre 1967 y 1969 sólo por El Teniente). Los trabajadores chilenos se vieron sobrecargados por este peso. En julio de l97l, Allende explicó que los monopolios estadounidenses habían invertido entre 50 y 80 millones de dólares en Chile y que sus ganancias ascendieron a 1.566 millones de dólares. Por lo tanto, dichas empresas debían a Chile unos 642 millones de dólares.
La nacionalización del cobre en julio de 1971 representó un gran avance. Asimismo se nacionalizaron la industria del carbón, las minas de hierro y de nitratos, la industria textil, ITT, INASA, etc.
Una serie de reformas sociales en beneficio de la clase trabajadora también sirvieron para aumentar drásticamente el apoyo popular del gobierno: distribución gratuita de leche a los niños en los colegios, congelación de los alquileres y precios, aumento de salarios y pensiones…
Estas medidas a su vez dieron un enorme empuje al movimiento de las masas. Por fin los sectores más atrasados, apolíticos y apáticos de la sociedad vieron un gobierno que actuaba en su beneficio. El resultado fue una creciente ola de radicalización en el campo y en la ciudad.
La incapacidad del gobierno Frei para llevar a cabo una reforma agraria seria fue una de las principales razones de la victoria electoral de Allende. En vísperas de las elecciones, la situación en el campo se caracterizó, en palabras del ex ministro de Agricultura de la UP, Jacques Chonchol, por «una frustración creciente». Él mismo explica cómo la puesta en marcha de la nueva reforma agraria se debió a la fuerte presión de las masas rurales:
«El primer aspecto que tuvo que abordar el gobierno de la Unidad Popular en su política agraria fue el de acelerar el proceso de las expropiaciones para responder a la presión e inquietud de los campesinos. Éstos, en efecto, pensaban que puesto que el nuevo gobierno era de los trabajadores, todas sus diversas aspiraciones de acceso a la tierra debían ser satisfechas del modo más rápido posible«. (Chile-América, nº 25-26-27, pp. 27-28, el subrayado es nuestro).
Por otra parte, los latifundistas empezaron una campaña sistemática de sabotaje, abandonando sus tierras y desmantelando las instalaciones de sus haciendas. Muchos de ellos ya estaban financiando grupos armados de la ultraderecha con el fin de resistirse a la reforma agraria. Pablo Goebels, un gran terrateniente de la provincia de Cautín, afirmó públicamente que cualquier funcionario del gobierno que intentara expropiar sus tierras sería recibido con ametralladoras. Según un informe oficial de la policía, ás de 2.000 hombres han sido reclutados en comandos de asalto con el fin de provocar el fracaso del sistema de transporte, interrupciones en el abastecimiento de agua, gas y electricidad, y de esta manera causar un descontento generalizado». (Militant, 1/10/71).
Desde el primer momento la clase dominante chilena estuvo haciendo sus preparativos para un golpe. Como explica el mismo artículo:
«Mientras que Allende predica la ‘responsabilidad’ y la ‘disciplina’ a las masas, la reacción está acumulando fuerzas para un golpe. Profundamente deprimidos por la victoria de Allende y asustados por el movimiento de las masas, los terratenientes y los capitalistas comprenden la imposibilidad de derrocar a Allende inmediatamente. Están dispuestos a esperar. No obstante, se están haciendo preparativos cuidadosos, se están recogiendo armas, los altos mandos del cuartel general están conspirando. El peligro es muy real».
Resistencia del Estado
La única forma de desarmar a la reacción y aplastar la resistencia de los grandes terratenientes hubiera sido armar a los campesinos pobres, organizándolos en comités de acción para ocupar las tierras, con el apoyo del gobierno. Ante un movimiento poderoso de las masas armadas, los terratenientes y sus matones hubiesen sido derrotados, con un mínimo derramamiento de sangre. De hecho, esta era la única vía posible para defender las conquistas obtenidas por las masas con la Unidad Popular. Pero los dirigentes de la UP desconfiaban totalmente de la iniciativa revolucionaria de las masas y estaban atemorizados por la idea de «provocar a la reacción». Por eso se oponían tajantemente a cada intento por parte de los campesinos pobres de llevar a cabo «ocupaciones ilegales», incluso mandando a las «fuerzas del orden público» para desalojar a los campesinos que habían llevado a cabo tales acciones. Hoy en día, algunos de los dirigentes de la UP intentan justificarse, alegando que estos movimientos estaban organizados por grupos ultraizquierdistas y que, a veces, los campesinos «se pasaban», ocupando no sólo las tierras de los latifundistas, sino también de campesinos medios.
Indudablemente, cualquier movimiento revolucionario, sobre todo por parte de las capas más oprimidas y atrasadas de la población, siempre tiende a «pasarse» y, hasta cierto punto, estos «excesos» son inevitables. También puede ser cierto que algunos grupúsculos ultraizquierdistas se aprovecharan del movimiento espontáneo de los campesinos para aumentar su influencia. Pero la responsabilidad por esta situación es totalmente de los dirigentes de la UP, y principalmente del PCCh y del PSCh.
La mejor forma de evitar abusos y «excesos», minimizar la violencia y la sangre y asegurar la transferencia más pacífica y ordenada posible de los latifundios a los campesinos pobres era que los mismos dirigentes obreros, en vez de denunciar estas «acciones ilegales» y mandar a la policía para «restablecer el orden», se hubiesen puesto a la cabeza del movimiento de las masas, dándole un carácter organizado.
Jacques Chonchol, en el artículo anteriormente mencionado, intenta minimizar la importancia de los consejos campesinos. Sin embargo, él mismo explica las razones que impidieron la potenciación y generalización de estos organismos de poder popular en el campo:
«Buscando su ampliación para hacer participar a estos grupos, se inició además una lucha política entre la UP y la Democracia Cristiana, y entre los propios partidos de la Unidad Popular, para tratar de controlar los consejos, lo que llevó posteriormente a algunos partidos de la UP a no apoyar la organización de los Consejos Campesinos». (Chile-América, p. 32).
¡Una afirmación increíble! Algunos de los dirigentes de la UP se oponían a la creación de los consejos campesinos porque existía una lucha por la hegemonía política en estos organismos. Pero, ¿acaso no existe la misma lucha en cada fábrica, en cada barrio obrero, en cada convocatoria electoral, en cada sindicato? Y, sin embargo, los dirigentes de la UP no abogaban por la abolición de los sindicatos y el parlamento. La verdadera razón fue que «algunos dirigentes» de la UP desconfiaban del movimiento de las masas campesinas y tenían miedo de que se les escapara de las manos. El deber elemental de los dirigentes obreros era apoyar cada iniciativa revolucionaria de las masas de campesinos pobres, potenciar activamente la creación de los consejos campesinos, pese a todas las dificultades, y luchar en su seno por una política socialista revolucionaria, contra la influencia funesta de los democristianos.
Desde el primer momento los dirigentes de la UP ponían toda su confianza en la legalidad burguesa dejando intacto todo el viejo aparato estatal. Esto tuvo consecuencias desastrosas para la reforma agraria, como admite el propio Jacques Chonchol:
«Además de esto, las limitaciones jurídicas del gobierno le impedían dar a los Consejos Campesinos, si no era a través de una ley que no tenía posibilidades de hacer aprobar por ser minoritario en el Parlamento, fuero para sus dirigentes y financiamiento para su trabajo» (Chile-América, p. 32).
El carácter utópico de la idea de la utilización del viejo aparato burocrático del Estado burgués para llevar a cabo la reforma agraria queda reconocido implícitamente, aunque con pocas ganas, en las siguientes palabras de Chonchol, que admite que los «Consejos Campesinos» a menudo chocaban con la resistencia del aparato burocrático:
«De igual modo, uno de los problemas que el gobierno de la UP no pudo resolver, a pesar de los intentos hechos, fue el del funcionamiento del aparato burocrático del Estado (…) Para todo el proceso de cambio agrario, que incluía problemas tan diversos como el de las expropiaciones, el de la asistencia técnica y crediticia a los campesinos, el de la reorganización del sistema económico entre la agricultura y el resto de la sociedad, etc., se requería dar al aparato burocrático, que tenía una considerable responsabilidad en todo el proceso de cambio (!), un dinamismo, una coherencia y una eficacia muy superiores a lo que había sido su comportamiento tradicional.
«Varios intentos se hicieron durante el gobierno de UP para lograr este objetivo, pero, en definitiva, las limitaciones legales, la resistencia de la burocracia a cambiar sus hábitos, la diferencia de clases entre los burócratas y los campesinos, la ubicación urbana de gran parte de esta burocracia agraria y las luchas partidistas impidieron avanzar de un modo significativo en la transformación de la burocracia tradicional en un cuerpo más orgánico (?) y eficiente al servicio del proceso de la transformación agraria«. (Chile-América, p. 33, el subrayado es nuestro).
Todos los argumentos de Chonchol demuestran claramente la imposibilidad de llevar a cabo un cambio radical e irreversible de las relaciones sociales en el campo chileno a no ser como consecuencia de la lucha revolucionaria del campesinado armado contra la contrarrevolución y la organización de los consejos campesinos, estrechamente vinculados con los sindicatos campesinos y las organizaciones de la clase obrera en las ciudades.
Pero a pesar de todo, por las presiones de las masas (ya antes del 1 de enero de 1971 hubo entre 250-300 ocupaciones «no oficiales»), el gobierno de la UP llevó a cabo la reforma agraria más profunda de toda la historia de Chile. En palabras de Chonchol:
«En estas circunstancias, el gobierno de la UP se fijó para 1971 una meta de mil predios a expropiar, que era casi tanto como lo hecho por el gobierno demócrata-cristiano durante sus 6 años de ejercicio (1.139 predios) y que significaba casi cuadruplicar las expropiaciones de 1970 (273 predios con 634.000 hectáreas habían sido expropiados por el gobierno Frei en 1970). Esto implicaba un enorme esfuerzo del sistema burocrático del Estado, dadas las complejidades y limitaciones del proceso de expropiación contemplado en la ley 16.640. A pesar de ello, y bajo la presión campesina, la aceleración del proceso debió ser aún mayor, y al final de 1971 se habían expropiado 1.378 predios con 2.600.000 hectáreas. Este ritmo se aceleró aún más en 1972, año en que se expropiaron más de 2.000 predios con unas 2.800.000 hectáreas, con lo que prácticamente se terminó con el gran latifundio en Chile. En l973, hasta el golpe de Estado, se expropiaron otros 1.050 predios, sobre todo predios mal explotados de tamaño medio y latifundios remanentes, con 1.200.000 hectáreas» (Chile-América, p. 28).
Las medidas tomadas por el gobierno Allende en beneficio de las masas de obreros y campesinos provocaron una enorme ola de entusiasmo popular, claramente reflejado en los resultados de las elecciones municipales del 4 de abril de 1971 (ver cuadro 2)
Mientras que en las elecciones presidenciales Allende sólo obtuvo el 36,3% de los votos, ahora los partidos de la UP consiguieron el 49,7% de los votos, frente al 48,05 de la oposición combinada.
La ola de radicalización en el país tuvo su expresión en el surgimiento de incipientes órganos de poder obrero en las fábricas y en los barrios obreros. En el campo hubo intentos, por parte de los campesinos pobres, de ocupar tierras. Este fermento en las masas populares también sacudió a los partidos tradicionales de la clase media, provocando una serie de convulsiones y escisiones en su seno. Siete diputados de la DC abandonaron sus filas para formar un nuevo partido, el MIC (Izquierda Cristiana), al que se adhirió una parte de las juventudes del partido, quienes se declararon a favor de «la construcción del socialismo» con el gobierno de la UP. El Partido Radical sufrió una escisión por la derecha tras el 25 Congreso, cuando el Partido formalmente se declaró a favor de «la lucha de clases y la necesidad de terminar la explotación del hombre por el hombre». Alberto Baltra, que protagonizó la formación del MRI «para representar los intereses de la clase media», tampoco se atrevió inmediatamente a manifestarse abiertamente contra el gobierno de la UP. La corriente popular a favor del gobierno era demasiado fuerte incluso entre las masas de la pequeña burguesía.
De hecho, la correlación de fuerzas en el parlamento no era más que un pálido reflejo de la enorme fortaleza del movimiento obrero y campesino en aquel momento. Todas las condiciones objetivas para la transformación pacífica de la sociedad chilena estaban dadas. La clase dominante estaba desmoralizada y vacilaba. El movimiento de las masas estaba en auge, y de hecho ya había dejado muy atrás los esquemas reformistas de las direcciones obreras. La clase media, y sobre todo el campesinado, miraba con esperanza hacia el gobierno. Los dirigentes socialistas y comunistas ocupaban puestos claves del gobierno y la administración pública. Tenían la ventaja de ser el gobierno legítimo del país, lo que facilitaba la tarea de la revolución socialista de cara a las masas más atrasadas de la clase media. Incluso en las fuerzas armadas, la Unidad Popular tenía mucho apoyo, no sólo entre los soldados y marineros, sino incluso entre amplios sectores de los suboficiales, que apoyaban al PSCh o al PCCh. El presidente de la República podía convocar un referéndum sobre temas importantes. No se puede imaginar una situación objetiva más favorable. No obstante, las direcciones del PSCh y del PCCh no aprovecharon el momento para dar el golpe definitivo y acabar con el poder de la oligarquía.
En esta situación, surgieron elementos de doble poder en la sociedad chilena:
«En este punto es muy importante destacar que la contradicción fundamental está dada por la aspiración del poder popular de las masas expresadas en los llamados comandos comunales, cordones industriales, asambleas populares, formas de control de abastecimiento de alimentos, consejo de administración de empresas, etc.» (45 aniversario del PSCh, p. 17).
No obstante, los dirigentes del movimiento obrero dejaron todas las palancas del poder en manos de la clase dominante. No se atrevieron a tocar el ejército y la policía. «La Unidad Popular tiene el poder Ejecutivo», dice Sepúlveda, «pero el enemigo controla toda la institucionalidad burguesa y se escuda en ella para sus preparativos contrarrevolucionarios».
El gobierno tenía poderes legales para convocar un plebiscito y unas nuevas elecciones legislativas, que sin duda alguna hubieran significado una victoria decisiva para los partidos obreros. Pero en un momento tan favorable, los dirigentes de la UP desperdiciaron la oportunidad, confiando ciegamente en la «buena voluntad» del enemigo de clase.
La contraofensiva burguesa
«La Unidad Popular triunfa con un 36% el 4 de septiembre. El 5 de noviembre, después del asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, general René Schmeider, el Presidente Allende asume [el poder] ante una burguesía dividida y aterrada. Las propias Fuerzas Armadas esperan una limpieza a fondo. No se mueve a nadie. Se inicia la aplicación de las líneas generales del Programa y de las 40 medidas. A cinco meses de ejercicio de gobierno se realizan las elecciones de regidores: la UP obtiene el 51% de los votos» (Socialismo chileno, p. 38).
De esta manera, los dirigentes de la UP perdieron la mejor oportunidad de conseguir una transformación relativamente pacífica de la sociedad: la convocatoria de unas nuevas elecciones, la consecución de una mayoría absoluta que hubiera quitado a los partidos burgueses su último pretexto legal para bloquear la legislación socialista y un llamamiento desde el gobierno a toda la clase obrera y al campesinado para llevar a cabo la total eliminación del poder de los capitalistas y terratenientes en Chile, armando a los obreros y campesinos en defensa de sus conquistas democráticas, económicas y sociales y organizando de forma generalizada por todo el país consejos de obreros, campesinos, soldados, amas de casa y pequeños comerciantes para organizar la producción y vigilar el mantenimiento del orden revolucionario. Estos consejos, democráticamente elegidos y revocables en todo momento, se constituirían finalmente en los auténticos órganos del poder de los obreros y campesinos chilenos. Enfrentadas a un movimiento revolucionario de estas características, la clase dominante, la casta militar y la burocracia estatal hubieran quedado suspendidas en el aire, sin ningún tipo de base social. Pero los dirigentes de los principales partidos obreros, al olvidar los principios más elementales del marxismo y desaprovechar la oportunidad, dejaron que la iniciativa pasase a manos de la reacción.
Utilizando su control de la prensa, la oligarquía chilena, con el apoyo activo de la CIA, empieza su contraofensiva en las páginas de El Mercurio. La Democracia Cristiana intensifica su campaña contra el gobierno en alianza con el Partido Nacional, exigiendo el «desarme de todos los grupos armados». Esta gente, lógicamente, estaba pensando sólo en los grupos de izquierda, ya que «Patria y Libertad»y otros grupos fascistas llevaban a cabo sus provocaciones terroristas en las calles con impunidad. Así, se establece una conveniente división del trabajo entre la oposición «respetable» de la DC, que sistemáticamente bloquea las nuevas leyes, y los fascistas, que siembran el terror y la confusión en las calles.
Los capitalistas y terratenientes chilenos boicotearon la economía nacional. El imperialismo estadounidense cortó toda ayuda económica al gobierno Allende e intentó organizar un boicot mundial al cobre chileno. Las nacionalizaciones, llevadas a cabo de forma parcial y sin una planificación económica global, dieron lugar a convulsiones, provocando un enorme aumento de la inflación, que eliminó las ventajas de los incrementos salariales y afectó seriamente a la clase media. Muy rápidamente, la simpatía de las capas medias hacia el nuevo gobierno se convirtió en una creciente oposición.
La ofensiva de la contrarrevolución empieza con el paro de los camiones, en octubre de 1972. Las masas de la clase trabajadora, comprendiendo el peligro, responden con unas movilizaciones impresionantes, que logran frustrar el intento contrarrevolucionario, pero ¿cómo actuaron los dirigentes? Con una remodelación del gobierno para por primera vez incluir a representantes de la casta militar en el gabinete.
Nuevamente, el triunfo logrado por la movilización y la iniciativa de la clase trabajadora se convierte en una derrota a causa de la bancarrota y la miopía reformista de sus dirigentes. «Se llama a las Fuerzas Armadas como árbitros en un conflicto que tenía un vencedor», comenta A. Sepúlveda con amargura. El Comité Central del Partido Socialista, expresando la indignación de la base obrera contra la capitulación del gobierno, protesta contra «esa salida que escamotea una victoria en una fase decisiva del proceso» (Socialismo chileno, p. 40).
Conspiraciones golpistas
Entre el paro de octubre y el 4 de marzo, hay cuatro meses de preparación contrarrevolucionaria: propaganda contra el «desabastecimiento» y el «mercado negro» provocado artificialmente por la burguesía. Al mismo tiempo, se intensifican las conspiraciones golpistas en los cuarteles. En esta situación, los dirigentes de la UP, empeñados en sus esquemas reformistas y confiando ciegamente en la «lealtad» de los generales «patriotas», se muestran totalmente impotentes para parar la ofensiva de la derecha. A pesar de todo, la Unidad Popular obtuvo el 44% de los votos en las elecciones de marzo de 1973. «En el primer momento, que el pueblo considera un triunfo, el enemigo está apabullado. Es la ocasión de lanzarse a la ofensiva… Es lo que plantea el Partido Socialista. Pero no hay ofensiva» (Socialismo chileno, pp. 40-41).
Indudablemente, las bases obreras, tanto del PSCh como del PCCh, querían pasar a la ofensiva. Los trabajadores estaban pendientes de una palabra de sus dirigentes para salir a la calle y aplastar a la reacción, Pedían armas, pero sólo consiguieron buenas palabras, promesas y llamamientos a la disciplina, la responsabilidad, la serenidad. Sin embargo, como dice Sepúlveda, ya en marzo de 1973 el proletariado «no quería más desfiles, aspiraba al poder». (Socialismo chileno, p. 41).
Según el documento del PSCh anteriormente citado:
«El gobierno de la UP, enfrentado a la insurrección de la burguesía, no es capaz, por las posiciones reformistas, de resolver a favor de la revolución chilena, con acciones organizadas de masas, de poner fin a esta ofensiva, y desde la conciliación trata de posponer el desenlace de una situación que se hace cada vez más insostenible» (45 aniversario del PSCh, p. 18).
La base obrera del PSCh, siguiendo su instinto de clase, se opuso tajantemente a la entrada de militares en el gobierno. De esta manera, los obreros socialistas demostraron que comprendían mucho mejor que su dirección lo que estaba pasando en el país. La capitulación de los dirigentes de la UP en noviembre sólo estimuló el apetito de los reaccionarios. Los resultados de las elecciones de marzo sólo sirvieron para aplazar el desenlace fatal. Si la contrarrevolución sólo hubiera dependido de los dirigentes, habría triunfado en Chile casi un año antes. Afortunadamente, el enorme poder del movimiento obrero y su gran nivel de combatividad hizo vacilar a las fuerzas reaccionarias. Como dijo el periodista inglés Laurence Whitehead, en un artículo en The Economist (30/7/73):
«Si hasta ahora el ejército chileno se ha detenido, la explicación no hay que buscarla en ninguna tradición nacional peculiar, sino en el poder formidable ahora adquirido por el movimiento obrero».
La prueba de este enorme poder fue el fracaso rotundo del «tancazo» del día 29 de junio. En cuestión de horas, miles de trabajadores hicieron huelgas, ocuparon las fábricas y, dejando piquetes para guardar las fábricas ocupadas, marcharon hasta el Palacio de la Moneda. «Otra coyuntura extraordinaria para avanzar y golpear», afirma Sepúlveda. «Los campesinos estaban a la vista. Abortado el movimiento, los parlamentarios de derechas temblaban en los pasillos del Congreso» (Socialismo chileno, p. 41).
Y ¿cuál fue la reacción de la dirección? Allende hizo un llamamiento a los trabajadores para que volviesen a trabajar. La policía dispersó a las masas que circulaban sin rumbo fijo por las calles de la capital.
Este comportamiento del gobierno dio ánimo a las fuerzas reaccionarias, que se lanzaron nuevamente a la lucha con otra huelga de los camioneros. Los trabajadores respondieron con una huelga general de 24 horas el día 9 de agosto. Como se decía en un artículo en Militant (17/8/73): «No falta el ánimo o la voluntad para luchar. Lo que falta es la dirección«. Casi tres años después, el dirigente socialista Adonis Sepúlveda, mirando hacia atrás, llega a la misma conclusión: «La dirección del movimiento no entregaría orientación alguna. Tampoco la CUT» (Socialismo chileno, p. 41, el subrayado es nuestro).
Falta de dirección
Ahí estaba la tragedia de la clase obrera chilena. A pesar de todo el enorme poder que descansaba en sus manos, a pesar del ánimo de lucha y el heroísmo de los trabajadores, sus direcciones les fallaron en el momento decisivo. En cambio, los representantes de la clase burguesa actuaban de forma seria. Poco les importaban «las reglas del juego». Sabían que sus intereses de clase estaban en juego y actuaron contundentemente para defenderlos:
«El enemigo siempre supo lo que tenía que hacer», añade Sepúlveda. «Retrocedió o avanzó tras sus objetivos de acuerdo con las circunstancias. Contrariamente a la UP, no perdió una oportunidad para ganar terreno. Organizó con decisión y seriamente el golpe y lo asestó en el momento más propicio: en el de mayor paradojización y cuando las contradicciones sobre qué hacer tenían virtualmente paralizada la dirección» (Socialismo chileno, p. 42).
Quizás Sepúlveda exagera la inteligencia y perspicacia de la clase dominante chilena, pero lo que sí es verdad es que si los dirigentes obreros chilenos hubiesen defendido los intereses de la clase obrera con la cuarta parte de la seriedad de los políticos burgueses, el proletariado chileno podía haber tomado el poder no una, sino tres o cuatro veces, durante el período de la Unidad Popular. Las condiciones objetivas estaban dadas, la voluntad de luchar estaba presente. Sólo faltaba una auténtica dirección revolucionaria, con la voluntad y la capacidad de llevar a la práctica una política marxista-leninista.
Los intentos por parte de Allende y los demás dirigentes de la UP de llegar a un acuerdo con la reacción, pactando con la Democracia Cristiana y dejando entrar a los militares en el Gobierno, sólo sirvieron para desorientar a la clase obrera y animar a los contrarrevolucionarios. Una gran parte de la responsabilidad por esta política la tienen Corvalán y los dirigentes del Partido Comunista de Chile que, desde el primer momento, presionaron a Allende y los dirigentes socialistas para seguir ese camino desastroso. Tras el fracaso del «tancazo» de junio, Corvalán dio un discurso, irónicamente republicado en la revista del PC británico Marxism Today en septiembre de 1973, en el que alaba «la acción rápida y decidida del comandante en jefe del Ejército, la lealtad de las Fuerzas Armadas y la policía». Rechazando tajantemente la idea de que su partido estaba a favor de una milicia obrera, Corvalán contesta: «¡No, señores! Seguimos apoyando el carácter absolutamente profesional de las instituciones armadas. Sus enemigos no están en las filas del pueblo, sino en el campo de la reacción». Pero Allende y los dirigentes del PSCh también tenían una gran responsabilidad en lo sucedido, ya que habían aceptado la misma política. Por ejemplo, el día 24 de junio, Allende «pidió a sus adherentes entablar un diálogo con aquellos grupos de la oposición que también querían la transformación del país» (se refería a los mismos democristianos que precisamente en esos momentos estaban apoyando a los conspiradores fascistas) e «hizo una advertencia contra la clasificación de las Fuerzas Armadas de ‘reaccionarias’ y evitando así que éstas se convirtieran en una fuerza dinámica en el desarrollo de Chile». ¡Y esto sólo cinco días antes del «tancazo» del 29 de junio!
No cabe la menor duda de que las intenciones de Salvador Allende y los demás dirigentes de la UP eran honradas. Deseaban sinceramente un «cambio pacífico y sin traumas» de la sociedad. Desgraciadamente, para hacer la revolución socialista, no basta con tener buenas intenciones. Como muy bien dice uno de los dirigentes del Partido Socialista de Chile (Interior) en un artículo publicado en Nuevo Claridad (nº 24, abril 1978):
«Si los procesos fueran medidos por intenciones, tendríamos que afirmar que la intención de la UP era la de construir el socialismo en Chile, pero sin embargo tenemos fascismo y dictadura».
Actualmente, algunos de los dirigentes de la UP en el exilio intentan autojustificarse aproximadamente de la forma siguiente: «Si hubiésemos luchado, hubiera significado una guerra civil sangrienta, con miles de muertos». ¡Qué irónicas suenan estas palabras hoy! Miles de obreros y campesinos, la flor y nata de la clase trabajadora, han sido exterminados, torturados, llevados a los campos de concentración o simplemente han «desaparecido». Y se sigue insistiendo en la necesidad de evitar la violencia «cueste lo que cueste». Desde luego, ningún socialista quiere la violencia. Todos nosotros queremos una transformación «pacífica y sin traumas», pero también hemos aprendido algo de la historia: que jamás ninguna clase dominante ha renunciado a su poder y sus privilegios sin luchar ferozmente.
Los obreros socialistas y comunistas querían luchar contra la reacción. Esto quedó claramente demostrado el día 4 de septiembre, cuando 800.000 obreros, muchos de ellos armados con palos, desfilaron por las calles de Santiago. Adonis Sepúlveda describe así los acontecimientos:
«Las capas atrasadas suburbanas y campesinas, muchas dueñas de casas de los sectores más pobres, no estaban inscritos, pero eran parte de la fuerza social de la Unidad Popular. El día 29 de junio responden al intento de golpe con una formidable demostración de fuerzas. El Presidente de la República estuvo más de cinco minutos en los balcones de la Moneda sin poder iniciar sus palabras ante los gritos ensordecedores de las masas exigiendo el cierre del Parlamento. El día 4 de septiembre, siete días antes del golpe, en todos los poblados y ciudades de Chile se realizan fabulosas concentraciones de apoyo al Gobierno. En Santiago desfilan 800.000 personas enfervorizadas y exigiendo: ‘Mano dura, mano dura, no vivimos por las puras’, ‘Crear, crear, poder popular’, ‘Allende, Allende, el pueblo te defiende’ (Socialismo chileno, pp. 36-37).
Los trabajadores chilenos confiaban en sus dirigentes, a quienes pidieron armas y una estrategia de lucha. Si en vez de palos hubieran tenido armas, aunque fuesen pocas y deficientes, la historia de Chile habría sido muy diferente. La manifestación gigantesca del 4 de septiembre demuestra que la clase obrera no había perdido su voluntad de lucha, sino que pedía armas para resistir. Desgraciadamente, sus dirigentes, en vez de armas, les ofrecieron buenas palabras y les instaron a retornar a sus casas, cosa que sólo sirvió para debilitarlos de cara al golpe inminente.
Aquí es donde, naturalmente, surge el problema del ejército. Según algunas fuentes, Allende preguntó a Altamirano: «Y ¿cuántos hombres hacen falta para mover un tanque?». Sin embargo, ésta es una forma totalmente errónea de plantear la cuestión. Si el ejército se pudiese reducir siempre a «tantos generales controlando tantas bayonetas», ninguna revolución hubiera sido posible en la historia. Pero como dijo una vez el rey Federico de Prusia: «Cuando estas bayonetas empiecen a pensar, estamos perdidos».
En el ejército chileno había muchos soldados, cabos, incluso oficiales, que simpatizaban con la UP. Muchos incluso tenían carné socialista o comunista. El intento de sublevación de los marineros de izquierdas, el 7 de agosto, daba una idea de lo que sería posible en caso de un llamamiento serio de Allende a las tropas.
Desgraciadamente, hasta el último momento Allende confió en que los generales no romperían la legalidad e incluso que defenderían su gobierno. Como una ironía macabra de la historia, poco antes del golpe, el mismo Allende nombró a los generales Leigh Guzmán y Pinochet, jefes de las Fuerzas Aéreas y del Ejército, respectivamente. Hasta el final, cuando ya los tanques estaban en la calle, Allende pedía a los trabajadores calma y «serenidad», mientras él intentaba, en vano, telefonear a Pinochet.
El error fundamental de los dirigentes de la UP fue pensar que el Estado burgués podría adoptar una actitud «imparcial» en el desarrollo de la lucha de clases y que Chile era un caso excepcional debido a las tradiciones «democráticas» de sus Fuerzas Armadas. Estas ilusiones fueron fomentadas hasta el último momento por los propios militares. Poco antes del golpe, tras su nombramiento, el general Leigh Guzmán pronunció un discurso y afirmó que las Fuerzas Armadas «nunca romperían con su tradición de respetar al gobierno legalmente constituido». Estas mismas ilusiones las tenían los dirigentes de la UP, sobre todo los del PCCh. Desde el primer momento, Corvalán insistió machaconamente en la «profesionalidad» y el «patriotismo» de los militares chilenos. En un artículo publicado en World Marxist Review (diciembre 1970), Corvalán hizo hincapié en el carácter especial de las Fuerzas Armadas chilenas, que «mantenían su espíritu de profesionalismo, su respeto hacia la Constitución y la ley». Según él, sería incorrecto decir «que son los servidores leales de los imperialistas y las clases superiores». Nuevamente, en noviembre de 1972, en la misma revista, Corvalán insiste que «a pesar de su diversidad, los militares tienen unos valores morales comunes: respeto hacia la Constitución y la ley, y la lealtad hacia el gobierno elegido». El mismo Corvalán escribió en el diario del PC británico The Morning Star (29/12/70): «Mantener la inevitabilidad de un enfrentamiento armado implica la formación inmediata de una milicia popular armada. En la actual situación, esto equivaldría a un desafío al ejército (…) [éste] debe de ser ganado a la causa del progreso en Chile y no empujado hacia el otro lado de las barricadas».
Ganar a los soldados
Si los dirigentes de la UP hubiesen dedicado la décima parte de las energías que gastaron en intentar ganarse la confianza y el respeto de la casta militar, a un trabajo serio para ganarse a la base del ejército, la derrota del 11 de septiembre hubiera sido totalmente imposible.
Si Allende hubiese utilizado su enorme prestigio personal y su autoridad legal como Presidente de la República para hacer un llamamiento a las filas del ejército, por encima de las cabezas de los generales, el desenlace de la situación hubiera sido muy diferente. Las filas del ejército, una vez enfrentadas con el movimiento de las masas, hubieran sufrido inevitablemente una serie de tensiones y divisiones. Aunque en cualquier ejército la cúpula de la casta militar esté vinculada a la clase dominante, la base está siempre cerca de la clase obrera y el campesinado. Los soldados y marineros simpatizaban con el movimiento obrero y con el gobierno de la UP. Pero detrás del soldado está el oficial con su pistola y su bastón de mando. Para que se produzca un movimiento de solidaridad activa en el seno del ejército es necesario que los soldados estén convencidos de la firme voluntad de los obreros para llevar la lucha hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. En pocas palabras, que confíen en el éxito. De no ser así, el temor a los oficiales será suficiente para mantener la disciplina entre la tropa.
Que el 11 de septiembre sólo una minoría de los soldados participara activamente en el golpe, mientras que la mayoría quedaron encerrados en sus cuarteles, indica que Pinochet entendía mucho mejor que Allende las tensiones existentes dentro del ejército.
Pero en ausencia de una resistencia masiva y feroz, no existía la más mínima posibilidad de atraer a los soldados que, de modo pasivo, simpatizaban con la causa obrera. En este sentido, los métodos «pacifistas» del reformismo siempre conducen a unos resultados diametralmente opuestos a los previstos.
Ahora, en el exilio, muchas de las personas que tenían una responsabilidad personal en la situación intentan justificarse de cualquier manera. Uno de los argumentos utilizados es que la clase obrera, en el momento decisivo, se encontraba «aislada». Contestando a esto, Sepúlveda dice: «La clase obrera no estaba aislada. Lo cierto es que mostraba signos de cansancio. No veía recompensados sus esfuerzos ante las contemplaciones que se tenían con el enemigo. Estaba cansada de desfiles. Quería acciones reales para liquidar el conflicto social y no percibía voluntad en su Dirección Política. Pero estaba pronta a combatir a la primera orden. El día 11, y en algunos casos hasta el día 12 y 13, se quedaron esperando» (Socialismo chileno, p. 37, el subrayado es nuestro).
Las masas, abandonadas
Tanto el PSCh como el PCCh tenían armas y, teóricamente, una política militar. Pero a la hora de la verdad, las armas no aparecieron, la política militar no sirvió para nada y la mayor parte de los dirigentes huyeron, abandonando a las bases a su suerte. Fue un fin indigno para tres años de luchas heroicas de la clase obrera y el campesinado chilenos. Hay quienes dicen que la muerte de Allende «salvó el honor» del socialismo chileno. Como si se tratase de una cuestión abstracta y moral, de «honor», y no de la victoria o el fracaso de la revolución socialista; como si se tratase de la vida o muerte de un hombre, en un día en que la flor y nata de la clase obrera chilena fue masacrada sin poder defenderse.
Indudablemente, que Salvador Allende permaneciese hasta la muerte en el Palacio de la Moneda le honra, a diferencia de muchos otros que abandonaron a sus militantes, para luego, a continuación, desde un cómodo exilio, escribir sesudos artículos sobre «la heroica resistencia de Chile». Salvador Allende es un mártir del movimiento obrero. Pero toda la simpatía del mundo no puede cambiar lo que pasó el día 11 de septiembre de 1973, ni absolver a Allende de su parte de responsabilidad en lo sucedido. Los intentos de desviar la atención de los trabajadores de lo que realmente ocurrió y por qué ocurrió, por medio de sentimentalismos y mitos, son indignos de socialistas y revolucionarios. Si realmente queremos rendir honor a la memoria de Allende y de los miles de hombres y mujeres sin nombre ni apellido que cayeron muertos aquel día y después por la causa de la clase obrera, nuestro primer deber es aprender de la experiencia para no repetirla.
¿Qué tipo de régimen?
Toda la historia demuestra que no hay nada peor para la clase obrera que claudicar sin lucha. Viendo la paralización de sus organizaciones en el momento de la verdad, las masas caen en una profunda desmoralización. Una derrota después de una lucha heroica, como la Comuna de París o la Revolución de Asturias en 1934, tiene efectos menos dañinos, al dejar una tradición sobre la cual las próximas generaciones pueden reconstruir el movimiento.
El ejemplo más terrible de este proceso fue Alemania en 1933. Utilizando casi los mismos argumentos que los dirigentes de la UP, los dirigentes de la socialdemocracia alemana dejaron a Hitler subir al poder «sin romper un cristal», como él mismo comentó después. ¿Cuáles fueron los resultados de la actitud pacífica y conciliadora de los dirigentes obreros en Alemania? El movimiento obrero alemán -anteriormente el más poderoso del mundo- se desintegró totalmente de la noche a la mañana. El desánimo y la desorientación de la clase obrera alemana, a consecuencia de la política miope de sus dirigentes, son la explicación más fundamental de su pasividad bajo la tiranía hitleriana y de la casi total ausencia de una resistencia organizada contra los nazis en Alemania, contrariamente a lo que aconteció en otros países.
Tras el golpe del 11 de septiembre, mucha gente caracterizó el régimen de Pinochet como fascista. Y, de hecho, los métodos empleados contra la clase obrera por la Junta -los asesinatos, las torturas, los campos de concentración- son los mismos métodos empleados en el pasado por Hitler, Mussolini o Franco.
Pero entre Chile y Alemania, sin embargo, hay diferencias fundamentales. En primer lugar, las condiciones en Chile en vísperas del golpe eran mucho más favorables para el movimiento obrero que en Alemania. La clase obrera alemana había sufrido ya una serie de derrotas muy graves entre 19l9 y 1933. Por el contrario, en Chile los trabajadores habían derrotado varios intentos contrarrevolucionarios en los meses anteriores y el 4 de septiembre, sólo una semana antes del golpe, habían hecho una nueva demostración de su voluntad de lucha.
Pero la diferencia fundamental fue que Hitler se basaba en un movimiento de masas, el «nacionalsocialismo», que contaba con el apoyo activo de millones de pequeño-burgueses frustrados y centenares de miles de lúmpenes armados y organizados en las SA («camisas pardas»). Es precisamente esta base de masas la que distingue al fascismo de otras formas de reacción, por muy violentas y sangrientas que éstas sean. El objetivo del fascismo es la total destrucción de las organizaciones obreras, la erradicación completa de los embriones de la nueva sociedad en el seno de la vieja. Pero los instrumentos normales del Estado burgués no bastan para esta tarea. La base del Estado es demasiado estrecha para lograr la total atomización del proletariado. Para conseguirlo, es necesaria una base de masas entre la población: por eso el fascismo se caracteriza, en un primer momento, por ser un movimiento de masas de la pequeña burguesía, que «se vuelve loca» como resultado de la crisis del capitalismo y, perdiendo confianza en la capacidad de la lucha obrera para ofrecer una alternativa viable, busca una salida en el fascismo, con su demagogia radical y su «socialismo nacional». Es esta base de masas la que da una relativa estabilidad a un régimen fascista y permite la total destrucción del movimiento obrero (en Alemania, clausuraron hasta los clubes de ajedrez de los trabajadores). El fascismo duró 12 años en Alemania, 20 en Italia y casi 40 en España, si bien es verdad que finalmente, el régimen franquista se había convertido en una dictadura policiaco-militar que se sostenía por la inercia temporal de las masas.
El régimen de Pinochet nunca tuvo una base de masas comparable a los regímenes fascistas tradicionales. Grupos fascistas, como Patria y Libertad, sembraban el terror y la confusión, pero fueron minoritarios. No jugaban ningún papel independiente, eran meros chacales de la reacción que preparaban el camino para la intervención militar. Eran ni más ni menos que un arma auxiliar del Estado burgués. Ni siquiera llegaron a tener la misma fuerza que la Falange Española en los años 30.
Es verdad que cuando se produjo el golpe de Estado, un cierto sector de las capas medias, golpeadas por una inflación que superaba el 300% y desmoralizadas por la política del gobierno de la UP, miraban con una cierta simpatía hacia los militares, de quienes esperaban una solución a sus problemas económicos. Pero en ningún momento este apoyo pasivo se puede comparar con los movimientos fascistas de los años 30. El golpe de Pinochet fue un golpe militar con las mismas características que muchos otros golpes de Estado, pero con una diferencia terrible: su carácter particularmente sangriento y salvaje fue algo nuevo, incluso en América Latina. La explicación de este hecho consiste en el miedo que había tenido la clase dominante con el gobierno de Allende, que bajo la presión de las masas había llegado mucho más lejos de lo previsto. Los capitalistas y terratenientes se vengaron de una forma terrible con el fin de «darles un buen escarmiento». Por otra parte, la propia fuerza del movimiento obrero hizo que la burguesía, para doblegarlo, tuviese que llevar a cabo una represión más sangrienta y masiva que en otros países.
Un régimen bonapartista
Una dictadura policiaco-militar basada en «el dominio de la espada» es régimen bonapartista. Pero el régimen bonapartista en Chile, por las razones anteriormente mencionadas, tiene necesariamente un carácter particularmente virulento. Es un régimen bonapartista que intenta imitar los métodos del fascismo. Pero Pinochet no tiene, y nunca tuvo, la base social de masas que haría falta para llevar a cabo la tarea central del fascismo: la destrucción total del movimiento obrero y la atomización de la clase trabajadora. A pesar de su carácter extraordinariamente represivo, el régimen de la Junta es intrínsecamente inestable y no tiene la más mínima posibilidad de durar tanto tiempo como los regímenes de Hitler y Mussolini. Más bien se trata de un régimen del tipo de la «dictadura de los coroneles» en Grecia, que a duras penas duró 7 años, sin poder solucionar nada para el capitalismo griego, y finalmente sufrió un colapso que abrió el camino a una nueva ola de radicalización y convulsiones sociales.
Lo que ha dado, a corto plazo, una apariencia falsa de estabilidad y solidez a la Junta es el profundo desánimo de las masas chilenas y su sentimiento de impotencia ante la reacción triunfante, tras el colapso de las organizaciones obreras. La terrible masacre de los cuadros obreros y la desarticulación de sus partidos y sindicatos crearon un ambiente generalizado de desorientación.
En esta situación, la crisis económica, el desempleo y el hambre, lejos de estimular la lucha, sirvieron para apagar todavía más los ánimos de los trabajadores. Este desánimo, y su consiguiente inercia, es lo que explica que la dictadura prolongue su vida, a pesar de todos sus problemas y contradicciones internas.
Era irónico ver cómo, en los meses siguientes al 11 de septiembre, los mismos dirigentes que se habían negado sistemáticamente a armar a los obreros y campesinos cuando eso era la clave para la victoria, ahora se dedicaban, normalmente desde lugares distantes y seguros, a escribir artículos sobre la necesidad de la lucha armada contra la dictadura. Más de un año después del golpe, un portavoz del PCCh declaró a La Stampa que «las organizaciones de izquierda chilenas todavía poseen cantidades importantes de armas» y que «se está llevando a cabo una lucha para derrumbar el régimen militar». ¡En qué mundo de sueños vivían estos héroes del exilio!
Desde luego, la última cosa que se debía haber planteado en esta situación era la lucha armada, la guerra de guerrillas o el terrorismo individual. Los resultados logrados por los grupos minoritarios que propugnaban esta idea en Chile han sido totalmente negativos: la pérdida innecesaria y sin sentido de una serie de compañeros jóvenes y heroicos, pero totalmente equivocados en sus planteamientos, y la desarticulación de los grupos en cuestión.
No obstante, los pequeños núcleos de cuadros obreros, tanto socialistas como comunistas, empezaron, de la forma más lenta y penosa, a desarrollar un trabajo serio en la clandestinidad. Estos compañeros, a diferencia de los dirigentes en el exilio, nunca han intentado ocultar con palabras bonitas la terrible situación, sino que hablan honradamente de la realidad de «un pueblo sojuzgado, oprimido, hambriento y aterrorizado». Los mejores elementos de la clase obrera, en las cárceles, en la clandestinidad, en los campos de concentración, están intentando cumplir con su deber fundamental: sacar conclusiones correctas de su terrible experiencia. Desgraciadamente, parece que muchos de los viejos dirigentes no saben, o no quieren, hacer lo mismo.
Crisis económica
La desgracia de la dictadura chilena fue que el golpe de Estado tuvo lugar en vísperas de la recesión mundial más grave desde el final de la II Guerra Mundial. La economía chilena, que siempre ha dependido totalmente de sus exportaciones, sufrió unos efectos muy graves a consecuencia de la caída de la demanda de cobre en los mercados exteriores, que provocó un descenso estrepitoso de su precio.
En los dos años anteriores a la recesión de 1974-75, las exportaciones de cobre representaban casi el 75% del total de las exportaciones del país. El valor de las exportaciones de cobre en 1975 era un 45% más bajo que en 1974 y un 34% más bajo que el promedio de 1973-74. En 1975, el déficit exterior se cifraba en alrededor de 400 millones de dólares (436.000.000 pesos chilenos; un peso chileno = 1,15 dólares en 1976). Sólo la generosidad del imperialismo mundial salvó a la Junta de la bancarrota. En junio de 1976, el FMI aprobó una ayuda de 79 millones de pesos para compensar el déficit comercial de 1975. En diciembre del mismo año, el Banco Mundial, a instancias de EEUU y la República Federal Alemana, aprobó dos préstamos por un total de 60 millones de dólares, el cuarto y quinto préstamos desde el golpe de Estado. En mayo de 1976, un grupo de 16 bancos estadounidenses y canadienses concedieron un préstamo de 125 millones de dólares en tres años y medio. En julio de ese mismo año, el InterAmerican Development Bank aprobó otro préstamo de 20 millones de dólares, con un plazo de 20 años. En sus primeros cuatro años, la Junta recibió aproximadamente un billón de dólares en préstamos de bancos privados estadounidenses. Todo esto contrasta con el boicot sistemático al gobierno Allende por el imperialismo mundial.
La actitud del imperialismo no es difícil de comprender. Nada más llegar al poder, la Junta empezó a destruir sistemáticamente las conquistas de la clase obrera, devolviendo las fábricas nacionalizadas a sus antiguos propietarios y las tierras a los latifundistas. La política económica de la Junta es la de la famosa «Escuela Económica de Chicago», de Milton Friedman, que, entre otras cosas, defiende las «puertas abiertas» a las inversiones extranjeras. Nuevamente, Chile se ve sometido a la humillación de una doble explotación: la de los capitalistas y latifundistas chilenos y la de los grandes monopolios norteamericanos.
Tras el golpe de Estado, Friedman visitó Chile y recomendó fríamente la reducción en un 20% de los gastos estatales y el despido de funcionarios públicos. Se devaluó el peso. El coste de la vida aumentó el 340’7% en 1975.
La política de «puertas abiertas» y los intentos de atraer al capital extranjero condujeron al enfrentamiento con los demás países del Pacto Andino, que era un intento de protegerse de la explotación imperialista. Chile lo abandonó en octubre de 1976.
El «programa de austeridad» de abril de 1975 condujo a una situación verdaderamente catastrófica. Según las cifras oficiales publicadas en 1976, en 1975 el Producto Interior Bruto cayó un 16,2% y la producción industrial un 25%. La inflación se cifraba en el 340’7% (380% en 1974). A finales del 76, la inflación había bajado hasta el 174’3%, pero esta mejora relativa se debía, más que nada, a la falta de demanda y a la situación totalmente deprimida de la economía.
Condiciones insoportables
A mediados de 1976, según cálculos oficiales, el desempleo superaba el 23% (50% en algunos sectores). Las cifras del paro siguen siendo muy altas, a pesar de la «recuperación económica» de los últimos años. En un informe con fecha 6 de julio de 1978, el presidente del Banco Central de Chile, Alvaro Bardon, intenta demostrar que ha habido una cierta mejora a este respecto. Da las siguientes cifras del desempleo en Santiago en los últimos años:
· junio 1972: 2,3%
· junio 1973: 2,3%
· junio 1974: 7,5%
· junio 1975: 12,0%
· junio 1976: 13,4%
· junio 1977: 10,2%
· junio 1978: 9,4%
… y añade la siguiente división por actividades de los obreros y parados en el gran Santiago en junio de 1978:
Ramo Parados Ocupados
Industria 84.900 325.000
Construcción 25.900 77.500
Otros 3.500 20.000
Servicios 61.400 725.600
Otros 8.500 5.300
Este banquero conservador afirma, de manera triunfalista, que «nos acercamos a niveles normales, como son los del año 1969» (el subrayado es nuestro). Según datos publicados en una encuesta de un departamento de la Universidad de Chile, comparando datos de 1974 y 1977, el nivel de desempleo aumentó de 9’7% al 13’2%, y los parados, del 6’1% al 9’9%. No obstante, las cifras oficiales son una falsificación de la auténtica realidad. Según un grupo de diputados del SPD alemán que visitaron Chile recientemente, el auténtico nivel de paro en estos momentos puede oscilar en torno al 30%, y no el 12-13% que dice el gobierno.
Una cosa está fuera de duda: la clase trabajadora chilena vive en unas condiciones totalmente insoportables de miseria, hambre y paro. La caída de sectores de la población en unas condiciones de subproletarización se demuestra por el aumento de la prostitución y la mendicidad en todas las poblaciones del país. Todas las conquistas económicas y sociales de la Unidad Popular quedaron destruidas el 11 de septiembre. El aumento constante de la inflación (aunque a un ritmo menos acelerado, por las razones anteriormente explicadas) hace el coste de la vida insoportable para la clase obrera.
A pesar de todas las medidas económicas del gobierno, la economía chilena sigue en un callejón sin salida. De hecho, los «métodos de Chicago» han agravado la situación, aumentando el desempleo y la miseria, destruyendo el mercado interior y minando la base de la industria nacional.
Las perspectivas para el capitalismo chileno no son nada halagüeñas en estos momentos. El déficit comercial exterior era de 196 millones de dólares en el primer semestre de 1978, con un aumento de las importaciones y un descenso de las exportaciones. Los mercados más importantes para las exportaciones chilenas son Brasil, EEUU y Argentina. En estos momentos, el gobierno chileno está en conflicto con todos estos países. En el caso de Argentina, las tensiones han llegado a la ruptura de relaciones políticas y económicas. La inestabilidad de la Junta se traduce en una crisis de confianza de la burguesía chilena, cuyo reflejo más claro fue una bajada de los valores bursátiles en un 2% en una sola semana de junio de este año. Según el presidente de la Bolsa de Santiago, en una entrevista en La Segunda, confesó que la caída de la Bolsa fue «el reflejo de la situación política interna y externa de nuestro país». Todo esto demuestra el nerviosismo de los capitalistas chilenos, su falta de confianza y su pesimismo ante el futuro.
El régimen bonapartista de Perón en la Argentina duró muchos años y logró una base de apoyo de masas gracias a los sindicatos peronistas y al auge económico de la posguerra, que estimuló la demanda de los productos argentinos (carne de vaca) en los mercados mundiales. Pero el régimen de Pinochet ha surgido, precisamente, al mismo tiempo que la recesión internacional y el colapso del precio del cobre. Los años 1972-74 eran años de récord para el precio de este producto. El precio del cobre cayó estrepitosamente en 1974-75. En los últimos dos años ha habido una ligera recuperación, pero todavía no ha alcanzado el nivel anterior. El periódico londinense The Times (4/4/78) comenta:
«En términos reales, los ingresos del cobre están a su nivel más bajo, y la primera auténtica evidencia de reducciones masivas de la producción ahora está surgiendo a la luz».
Los principales países productores de cobre, organizados en la CIPEC, están reduciendo la producción para mantener los precios. Pero Chile, el país que más cobre exporta, se negó a entrar en la CIPEC. Se ve que la Junta tiene miedo de una reducción drástica de la producción de cobre, por los efectos sociales que podría tener. EEUU sigue siendo el mercado más importante para el cobre chileno. Paradójicamente, EEUU, además de ser el país que más cobre importa, es también el país que más cobre produce. El problema es que el cobre «made in USA» es caro y poco competitivo. Los monopolios del cobre afincados en EEUU están presionando sobre Carter para restringir las importaciones de países tercermundistas. Estas tendencias proteccionistas van a tener consecuencias catastróficas para Chile. La devaluación, de hecho, del dólar estadounidense en los últimos meses es una medida proteccionista disfrazada que va a tener repercusiones muy graves para las exportaciones y la economía chilena en general en los próximos meses.
Crisis de la Junta
Cada régimen bonapartista tiende necesariamente a expresarse mediante el poder personal de un solo hombre, el «hombre fuerte», que representa a «la Nación» por encima de «intereses de clase o partido». Las críticas de Leigh Guzmán hacia el «caudillismo» de Pinochet se explican en primer lugar por el descontento de un sector de la casta militar, que se siente marginado del poder. Su parte del «pastel» no se corresponde con sus aspiraciones. Pero esta lucha gangsteril entre diferentes camarillas tiene un alcance mucho mayor que el enfado personal de éste u otro militar de la Junta.
Los elementos descontentos, aglutinados en torno a Leigh, intentan buscar puntos de apoyo en la sociedad aprovechándose del descontento general y dando a entender que su oposición a Pinochet representa, de alguna manera, una opción más «liberal» dentro de la Junta. A pesar de su creciente aislamiento, el Bonaparte chileno, rodeado por su camarilla de vulgares arribistas militares y aplaudido con fuerza por las masas de jóvenes bien subvencionados, tiene ilusiones de grandeza. Pinochet vive en un mundo totalmente irreal, como un emperador romano, con sus sueños de una «nueva institucionalidad» y «una democracia autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación social». Según la nueva «Constitución Pinochet», la vuelta a «la normalidad» tendrá tres etapas:
1- Recuperación (1973/80)
2- Transición (1980/84)
3- Normalidad o Consolidación (1985)
¡Según este esquema, no habría elecciones presidenciales por voto popular hasta 1991!, y aun así, el auténtico poder permanecería en manos de los militares, los partidos «marxistas» seguirían prohibidos y las actividades de los demás estarían muy restringidas.
Los representantes más astutos de la burguesía comprenden perfectamente el enorme peligro que para el capitalismo chileno representan los sueños de Pinochet. La crisis económica, las crecientes tensiones sociales, la recuperación lenta pero segura de la clase obrera y la total carencia de una base social de masas de la Junta preocupan hondamente a la burguesía más inteligente y, sobre todo, a Washington.
Los estrategas del imperialismo norteamericano calculan de una forma totalmente fría las posibilidades de supervivencia del actual gobierno y las consecuencias de su caída sobre las inversiones norteamericanas en Chile, que después del golpe volvieron a ser importantes. Washington está preocupado por la situación en toda Latinoamérica. Los imperialistas tienen sus agentes en Chile infiltrados a todos los niveles, hasta en el propio gobierno, y están perfectamente informados de la situación interna. Saben que actualmente la dictadura no tiene apoyo en ningún sector importante de la sociedad. Se mantiene sólo por la inercia temporal de las masas, deprimidas por los efectos de la crisis económica, el hambre y la miseria. Pero la prolongación de la represión puede provocar una explosión revolucionaria en un momento determinado, que pondría en peligro no sólo la dictadura, sino la existencia del capitalismo en Chile, con graves repercusiones en todos los demás países de América Latina. Esta es la auténtica explicación del cambio de la política exterior de EEUU y su interés inesperado en los «derechos humanos».
El asesinato de Orlando Letelier sirvió como disculpa a Washington para presionar a Pinochet, con el fin de obligarle a modificar su política. Indudablemente, la policía política del régimen (la DINA) se había pasado. Una cosa es masacrar a miles de obreros y campesinos en Chile, y otra, muy diferente, crearle problemas a la Administración Carter asesinando a plena luz del día y en el centro de Washington a un ex diplomático chileno que, además, gozaba de buenas relaciones con la Administración estadounidense.
Con grandes esperanzas en el apoyo de Washington y de determinados sectores de la oligarquía chilena y la casta militar, Leigh se lanzó a la lucha el 18 de julio en el periódico italiano Corriere della Sera. Leyendo entre líneas este artículo y otras declaraciones suyas, se ve claramente el miedo del sector más inteligente de la burguesía a una explosión en Chile, cuando advierte que «existe el riesgo de que el pueblo busque vías de salida violentas a la actual situación» (el subrayado es nuestro) y afirma: «Ya es tarde, pero es necesario de todas maneras un programa para el retorno a la normalidad, indicando tiempo y modo, todo». Y Leigh plantea un período de transición de cinco años («no es posible un traspaso rápido al poder civil»), abogando por la legalidad de partidos burgueses como la Democracia Cristiana y aquellos partidos obreros que «actúan a la escandinava» (!).
El fracaso miserable de este intento de una «revolución de palacio» no tardó en producirse. La estupidez de Leigh dio a Pinochet el pretexto que necesitaba para quitarle de en medio y llevar a cabo una limpia de los altos mandos de las FFAA chilenas. «Estoy firme, muy firme, en el gobierno» afirmó Pinochet más tarde. Pero el episodio Leigh había puesto de manifiesto las divisiones y las tensiones en el seno de la Junta. El nerviosismo de los militares quedó demostrado por el hecho de que las Fuerzas Armadas y la policía permanecían acuarteladas en primer grado y que cerca del Ministerio de Defensa había un fuerte cordón militar.
Alarmada por las alteraciones en el seno de la Junta, la prensa reaccionaria (El Mercurio y La Tercera) llamó desesperadamente a la «unidad nacional» insistiendo en una «conciliación de opciones dentro de la junta de gobierno». El sentido de pánico en los círculos reaccionarios se recoge perfectamente en las palabras de La Tercera: «Si la unidad no se mantiene -ellos lo saben mejor que nadie- horas negras esperan a Chile. Todo el esfuerzo realizado se habrá perdido».
No obstante, el espectáculo de una lucha en el seno de la Junta fue una muestra muy clara de la inestabilidad del actual régimen. Mañana, inevitablemente, surgirán nuevas crisis, nuevas tensiones y nuevas escisiones, bajo la presión intolerable de las contradicciones acumuladas de la sociedad chilena.
Los portavoces de la Junta insisten machaconamente en la «absoluta tranquilidad que existe en el país». La represión ha disminuido un tanto en los últimos meses. La DINA ahora ha sido bautizada con otro nombre, la CNI (según su director, el general Odlavier Mena, «básicamente, en ese aspecto, no son diferentes»(!). Pero no hace falta profundizar mucho para ver los primeros síntomas de una recuperación de las masas, cinco años después del trauma del 11 de septiembre.
Lenta recuperación de las masas
El fermento estudiantil, el movimiento cada vez más abierto pro derechos civiles de los familiares de los desaparecidos o el creciente distanciamiento entre la Iglesia y la Junta son síntomas claros de un descontento generalizado en el seno de las masas. El efecto del terror y de la represión es cada vez menor. Si bien es verdad que sigue habiendo miedo, ya no es igual que antes. La situación puede cambiar de forma inesperada. Y de hecho, hay síntomas -todavía no son más que síntomas- de que el cambio está empezando.
El régimen bonapartista de Pinochet, que se basa fundamentalmente en el aparato estatal, intenta lograr una cierta independencia, equilibrándose entre las clases. De esta forma, Pinochet pretendía ganar puntos de apoyo en las masas, utilizando a ciertas capas de la burocracia sindical. Tras el golpe de Estado, las viejas organizaciones sindicales de clase fueron ilegalizadas y sus dirigentes detenidos o asesinados. No obstante, el movimiento sindical siguió existiendo bajo la Junta. El mero hecho de la existencia de sindicatos, aunque con unos dirigentes sindicales nombrados a dedo por los militares, es otra prueba más del carácter bonapartista del régimen.
Pinochet tenía la idea de un movimiento sindical «domesticado», pero, en la actual situación de crisis económica que padece el país, el intento se ha vuelto contra sus autores. Los burócratas sindicales, aparte de actuar como agentes de la Junta en el seno del movimiento obrero, también tienen sus propios intereses, que no siempre coinciden con los del régimen. En condiciones de crisis, y sometidos a la presión de la base, algunos de estos elementos, empezando como «interlocutores» o «intermediarios» entre el gobierno, los patrones y los obreros, pueden adoptar posturas de semioposición o incluso de oposición abierta.
Un dato muy significativo de la situación en Chile es el alto nivel de organización sindical que sigue existiendo, a pesar de todo. Según las cifras oficiales, en el verano de 1978 había más de un millón de trabajadores afiliados a 7.047 sindicatos, que se distribuían así: 235.000 trabajadores en 819 sindicatos industriales, 283.000 en 877 sindicatos de trabajadores agrícolas, 495.000 en 4.144 sindicatos profesionales y 13.000 en 207 sindicatos de empleados agrícolas.
La vieja organización unitaria de los trabajadores, la CUT, dejó de existir el mismo día del golpe, salvo como un aparato burocrático. La Junta puso de dirigentes sindicales a una serie de democristianos de derechas, quienes defendían a la Junta y su política sindical ante la OIT y las organizaciones sindicales mundiales. Pero el control de la burocracia sindical, y por tanto de la Democracia Cristiana, sólo existía por arriba. La Junta no fue capaz de destruir las organizaciones de los trabajadores en el ámbito local. Y, a pesar de todo, el nivel de afiliación no ha disminuido de forma significativa. Antes del golpe, la CUT tenía 1.800.000 afiliados. Se calcula que ahora, entre las diferentes organizaciones sindicales, puede haber hasta 1.200.000 afiliados. El enorme peligro que esto puede representar para la Junta en un momento determinado fue expresado por Nicanor, el ex ministro de Trabajo, cuando comentó que «los obreros no tienen qué comer y hay un millón de sindicalistas».
Descontento laboral
Un claro síntoma de la recuperación del ánimo de la clase obrera fueron las movilizaciones que tuvieron lugar el 10 de mayo de este año. Pese a la prohibición gubernamental, los sindicatos lograron concentrar en Santiago a 30.000 obreros. Se celebraron asambleas en las fábricas y otros actos en otros lugares del país.
A pesar de las enormes dificultades para organizar una huelga en Chile, hay agitación dentro de las fábricas. Ha habido paros de cinco o diez minutos para presionar a los patrones. Poco a poco se pierde el miedo. Los obreros se hacen más audaces y discurren nuevas formas de lucha y protesta. En la mina de Chichiquemata, en el norte, se organiza una «huelga de hambre»: los trabajadores se niegan a comer en los comedores de la empresa. Esta forma de protesta se extiende a El Teniente, una mina clave en la que durante meses ha habido un fermento entre los trabajadores, como recogió la prensa: «hay inquietud económica en El Teniente (…) porque hace cinco años y medio que estamos sin convención colectiva» (revista Hoy). «El miércoles 2 de noviembre de 1977, mil doscientos, de cuatro mil trabajadores del yacimiento cuprífero de El Teniente no se presentaron a su trabajo. Días antes se habían repartido panfletos y aparecieron rayados en los muros invitando a no salir a trabajar el día 2». (Revista de América Contemporánea nº 7, diciembre 1977, p. 21). Esta acción obligó a la patronal a conceder un anticipo de un bono de producción correspondiente a diciembre. Al mismo tiempo, fueron despedidos 49 mineros, «ante la indiferencia de la Confederación de los Trabajadores del Cobre».
La misma fuente informa que «en una asamblea de tres mil trabajadores del sindicato Sevell y Minas, realizada a mediados de noviembre, pidieron la dimisión del presidente del sindicato por sus declaraciones justificativas ante la patronal».
Estos datos demuestran claramente el inicio de un proceso de reactivación del movimiento sindical. Las condiciones intolerables de la clase trabajadora, con una tasa de inflación que oficialmente superó el 60% en 1977, provocan una actitud cada vez más crítica de la burocracia sindical. Muchas familias obreras sólo pueden comer una vez al día. Los trabajadores y sus familias se sostienen con té y pan. La desesperación se convierte en rebeldía, como demuestra el caso de El Teniente. En vano, los burócratas del sindicato del cobre (cuyo líder, Guillermo Medina, es miembro del Consejo del Estado) se opusieron al paro, alegando que «lo ocurrido el día 2 es el producto de activistas políticos que se aprovechan del descontento de los mineros». En vano se toman represalias contra los dirigentes locales de los obreros, con despidos y destierros a lugares remotos.
El descontento laboral se extiende a otros sectores, como los estibadores portuarios que prácticamente al mismo tiempo organizaron una huelga de celo que llegó a disminuir la productividad del puerto de Valparaíso en un 50%.
El fermento en la base y el descontento generalizado de los trabajadores empieza a tener repercusiones en el seno de la propia burocracia. En una reunión en el Teatro Caupolicán, de Santiago, durante una conmemoración, los dirigentes de la Federación de Trabajadores de la Construcción, Madera y Edificación, dieron voz al descontento de la base: «con 1.411 pesos que es el mínimo de un jornalero, sacamos plata para dos kilos de pan diarios; en una familia de cinco a siete personas se tendría que gastar la mitad en puro pan». (Revista de América Contemporánea, p. 21).
Por otra parte, la penosa situación de los trabajadores queda reflejada en que un 10% de las muertes en el país se deben a accidentes de trabajo, tránsito y caseros. Este nivel es uno de los más altos en América Latina.
El descontento de las masas llega a tener eco incluso en las páginas de la prensa burguesa. El 17 de julio de 1978, La Tercera denunció la persecución de los trabajadores de la mina El Salvador. Según Bernardino Castillo, presidente de la Confederación de Trabajadores del Cobre: «No sólo los mandos medios, sino también otros superiores, están persiguiendo sistemáticamente a los trabajadores del cobre, humillándolos, procediendo a despidos arbitrarios, violando disposiciones legales y negándose a aceptar planteamientos laborales justos».
Miedo de la burguesía
Castillo añade: «… he decidido defender los derechos de los miembros de la Confederación (!), afrontando todas las consecuencias. No me importan en absoluto las medidas que pueden adoptar en mi contra. Por el momento, los trabajadores mantienen la calma, pero me manifiestan a diario su malestar y su inquietud». (La Tercera, 17/7/78).
En estas pocas palabras se ven todas las presiones de la base obrera sobre la burocracia sindical, que, al tiempo que se ve obligada a distanciarse de la Junta y la patronal, hace una serie de advertencias. Al igual que en El Teniente, también en El Salvador hubo una huelga en noviembre de 1977, disfrazada de «absentismo laboral», por cuestiones económicas y los malos tratos infligidos por los mandos. La Tercera «simpatiza» con los trabajadores, afirmando que los mandos «están desafiando directamente la posición de las autoridades (!) sobre la materia» y que «con sus erradas actitudes sólo contribuyen a generar intranquilidad social».
Tal «interés benevolente» por los problemas de los mineros demuestra el miedo creciente de la burguesía ante un posible resurgimiento del movimiento obrero, especialmente en el sector del cobre, que supone el 60% de los ingresos en divisas para el presupuesto nacional. Ésta es la causa de las peticiones de la prensa burguesa al gobierno para que «investigue las denuncias laborales», para evitar cualquier perspectiva de conflicto.
El miedo de la burguesía se extiende a la Junta. No por casualidad, desde el primer momento, Leigh Guzmán centró sus críticas al gobierno en la política económica. Ya en agosto de 1975, Leigh se quejó de que la política económica de la Junta estaba «causando sufrimientos intensos en las clases más desfavorecidas (…) El coste social de esta política supera lo que yo esperaba. La cesantía [desempleo] está alcanzando unos niveles más altos de los previstos y las clases más pobres sufren de una forma intensa».
Por supuesto, las lágrimas de cocodrilo de este militar reaccionario no están provocadas por ningún remordimiento de conciencia, sino por el miedo a las consecuencias sociales que pueda provocar esta situación. El mismo Pinochet ha convocado reuniones con los burócratas sindicales repetidas veces este año, para enterarse de la situación e intentar buscar una salida.
Por su parte, la burocracia sindical estaría encantada de poder llegar a un entendimiento con el gobierno y la patronal. Pero la situación catastrófica del capitalismo chileno no les deja un margen de maniobra lo suficientemente amplio. Los empresarios no están dispuestos a hacer concesiones; los trabajadores y sus familias no están en condiciones de aguantar más. Es una receta acabada para una explosión social.
Los dirigentes sindicales de los funcionarios públicos califican de «insuficiente» un incremento salarial del 10%. Insisten en que su «petición» es urgente «porque la situación económica de los empleados fiscales es difícil». El presidente de Fentema (Federación Nacional de Trabajadores Electrometalúrgicos y Automotrices), en una carta dirigida a La Tercera (10/7/78), atribuye la disminución del poder adquisitivo a «la falta de negociación colectiva con los empresarios y las facilidades para despedir personal». En esta carta, Castro también describe de forma gráfica los efectos de la política económica de la escuela de Chicago y la «puerta abierta», cuando señala que «… las importaciones masivas en detrimento de la industria nacional y el deterioro del poder adquisitivo son los factores básicos del desempleo y de la recesión económica. Fentema ha sido uno de los principales perjudicados, pasando de 12.000 afiliados en 1973 a sólo 7.000 en junio del 78. La cesantía en el gremio se debe a la reducción de empresas armadoras (de 14 a 3 hoy) y a la rebaja arancelaria de importadoras de las electrónicas».
Acuerdo imposible
El día 28 de Junio, la Federación Nacional de Comercio (Fenatrobeco) envió a Pinochet una carta solicitando el restablecimiento de las «conquistas laborales obtenidas tras largos años de lucha», derogadas por un decreto-ley publicado poco antes, que, como se dice ingenuamente en su carta, «no concuerda con lo que Vd. ha reiterado en varias oportunidades, de que se respetarán todos los derechos adquiridos por los trabajadores».
El problema para la burocracia sindical es que no es posible llegar a un acuerdo con el gobierno y los capitalistas en la actual situación de crisis. Los dirigentes sindicales se ven obligados a enfrentarse con la dictadura, en parte bajo la presión de la clase obrera, que empieza a despertar a la lucha, en parte en defensa de sus propios intereses. Por ejemplo, el uso de decretos-leyes en el terreno sindical hace ilusoria e innecesaria la existencia de la burocracia sindical: se les priva de su papel de «intermediarios». Ésta es otra de las razones de la ola de protestas enviadas a Pinochet por los dirigentes sindicales en los últimos meses. Por eso, la Coordinadora Nacional Sindical (CNS), que antes tenía unas relaciones privilegiadas con la Junta y «representaba» a más de un millón de sindicalistas chilenos, se vio obligada a rechazar las modificaciones introducidas por el decreto-ley nº 2.200, del 15 de junio, por «regresivas y contrarias a los intereses laborales». La burocracia de la CNS envió una carta al ministro de Trabajo, con fecha del 7 de junio, firmada entre otros por los presidentes del sindicato único nacional gráfico, de la pintura, de la Confederación «Unidad Obrero-Campesina», de los metalúrgicos y de los mineros, que dice textualmente: «rechazamos categóricamente estas normas, ya que constituyen un nuevo mentís a las promesas de respeto a los derechos adquiridos de los trabajadores (…) No podemos aceptar la eliminación de la inmovilidad del empleo, ya que deja al trabajador atado de pies y manos, al aceptar o no que lo exploten descaradamente, a ser despedido sin trámites (…) de esa forma se ha empezado a aplicar el Plan Kelly sobre el desempleo, propuesto por el gobierno algún tiempo atrás que fuera rechazado por todos los sectores del movimiento sindical, Incluso aquellos que son afines al gobierno».
Asimismo manifestaron que con el vencimiento del convenio colectivo «perdemos todo lo que se había ido conquistando año a año» y que, para debilitar la organización sindical, «se limita el fuero de los dirigentes, en términos que lo hacen ilusorio, igual que sucede con el fuero maternal».
Referente al aumento salarial del 10% en el mes de julio, anteriormente mencionado: «reiteramos que los reajustes no compensan el alza real del coste de la vida y los trabajadores no podemos seguir subsistiendo con los salarios de hambre que ganamos, que atentan contra nuestra dignidad de seres humanos».
Y finalmente: «porque la situación se hace insostenible (…) en breve plazo presentaremos al gobierno un documento que contendrá las peticiones que consideramos indispensables para que la clase trabajadora pueda subsistir, entre ellas un aumento sustancial de las remuneraciones de los obreros, empleados y profesionales que representamos».
La crisis ahora abierta entre Pinochet y los líderes sindicales «respetables» de tendencia democristiana, que hace poco se contaban entre los más fervientes adherentes al gobierno militar, es un claro síntoma del creciente aislamiento de la Junta. La crisis económica, el paro, el hambre y la miseria, agravada por la aplicación rigurosa de la locura de Milton Friedman, han servido para polarizar a toda la clase obrera, al campesinado y a grandes sectores de la clase media en contra del gobierno. Sólo la inercia temporal de las masas mantiene a Pinochet en el poder. Pero se ve claramente cómo el proceso molecular de toma de consciencia de la clase obrera va acumulando fuerzas bajo la apariencia superficial de «calma y tranquilidad». El distanciamiento cada vez mayor entre la Junta y los burócratas sindicales, la Iglesia, la Democracia Cristiana, etc. es un claro síntoma de este proceso, que amenaza, en un momento dado, con una nueva erupción de protesta generalizada.
La Democracia Cristiana
Si la situación de los obreros es penosa, la de los campesinos y sus familias es mil veces peor. La reforma agraria ha sido sistemáticamente minada por la Junta, que ha devuelto las mejores tierras expropiadas a los antiguos latifundistas.
«Hasta el 31 de julio de 1976, de los 5.809 predios expropiados, con una superficie de 9.965.868 hectáreas físicas, equivalentes a 895.752 hectáreas de riego básicas, se han devuelto a sus antiguos propietarios 1.415 predios íntegramente, con 1.992.217 hectáreas físicas, equivalentes a 117.775 hectáreas de riego básicas, y además se han efectuado devoluciones parciales de 2.109 predios con 649.159 hectáreas físicas, equivalentes a 104.959 hectáreas de riego básicas: en consecuencia, se ha devuelto, en total, hasta el 31 de julio de 1976, una superficie de 2.641.377 hectáreas físicas, equivalentes a 222.736 hectáreas de riego básicas, poco más de un 25% de toda la tierra expropiada por la reforma agraria durante los gobiernos de Frei y Allende». (Chile-América, nov. 1976-enero 1977, p. 35)
Según Enrique Mellado, presidente de la Confederación «El Triunfo Campesino», de tendencia democristiana, incluso los campesinos que siguen teniendo tierras viven mal: «Se quedan con el casco solamente. Sin animales, sin maquinaria. Tienen apenas para procurarse abono, semillas, fertilizantes, pesticidas y el diario sustento. Las familias del sector reformado apenas están subsistiendo. Hay gente que dice que nadie se muere de hambre en el campo porque hay de todo. La verdad es que se cosechó uno o dos productos y nadie puede vivir comiendo parotos y papas todo el año».
Preguntando sobre los asalariados del campo, Mellado contesta: «Yo diría que es el sector que está peor en el país. Ganan el mínimo establecido por la ley: 600 pesos aproximadamente».
Y sobre el desempleo en el campo: «En las encuestas oficiales de desempleo, la agricultura aparece junto a otros rubios y no se puede, por lo tanto, precisar en qué grado ha afectado la desocupación a los trabajadores agrícolas. ¿Hay cesantes en el campo? -Claro que sí, y el latigazo más fuerte lo ha sufrido el sector reformado por el sistema de propiedad que está propiciando el gobierno. La tierra que se divide necesariamente es insuficiente para la gente que la trabaja. Un 25% de los trabajadores agrícolas, como mínimo, quedan sin trabajo cuando se asigna un predio.
¿Y qué hace un campesino cesante? -Se queda sin tierra y sin casa. Trabaja en el empleo mínimo y se allega a los parientes que viven más cerca».
Y a continuación, este dirigente campesino democristiano hace una observación muy significativa:
«Lo que pasa es que los patrones volvieron a tener la sartén por el mango y el gobierno no hizo nada para evitarlo. Entonces, ¿para qué y para quiénes fue el pronunciamiento militar? Para mí significaba justicia para todos». (Chile-América, p. 36).
La política económica del gobierno ha fracasado también en la agricultura. Según la revista Ercilla (20/9/76), que cita cálculos de distintos expertos, la producción agrícola ha caído de forma drástica después del golpe de Estado:
«Fijando la base 100 para 1971, la de 1974 seria 81’6; la de 1975, 83’4; y la de 1976 desciende a 73’8. De modo que la producción agrícola por habitante del año 1976 sería un 10’4% inferior a la de 1975 y un 26’4 inferior a la de 1971. Eso con un país en ’, ‘pacificado’, sin ‘conflicto de clases’ y sin paro de camioneros». (Chile-América, p. 37).
El intento de aplicar los métodos de la «libre empresa» y la «puerta abierta» ha significado la depauperación de amplios sectores de la clase obrera y el campesinado, e incluso la ruina para ciertos sectores de la misma burguesía. La incapacidad de los capitalistas chilenos para competir con la avalancha de importaciones extranjeras ha provocado una cadena de cierres de fábricas. Incluso algunos sectores de los grandes agricultores han sufrido los efectos de dicha política. Domingo Durán, dirigente de los terratenientes del sur de Chile, dijo que la política del ministro de Hacienda «llevaría a la ruina a la agricultura nacional», y aclaró que «la importación aprobada de vino argentino por el Banco Central, significa la apertura hacia una política que conduce a un serio colapso de nuestra agricultura».
El profundo descontento de las masas de obreros, campesinos y pequeños propietarios se ve reflejado en el cambio de actitud de la jerarquía de la Iglesia y la Democracia Cristiana de cara al régimen. Antes, durante y después del golpe de Estado, la jerarquía eclesiástica se puso abiertamente del lado de la reacción. El 28 de septiembre de 1974, un año después del golpe, cuando la represión, la tortura y las masacres estaban en pleno apogeo, el comité permanente del Episcopado de Chile, dirigido por el cardenal Raúl Silva Henríquez, ofreció a la Junta su «cooperación en el desarrollo espiritual y material de Chile», afirmando la voluntad de la Iglesia chilena de participar en la «pacificación espiritual» del país. Pero bajo la presión de las masas de trabajadores, campesinos y capas medias, la Iglesia se ha visto obligada a distanciarse cada vez más de la dictadura, haciendo críticas ya no sólo referentes a los desaparecidos y los detenidos, sino también a la política económica del gobierno. La Vicaría de la Solidaridad ha sido acusada de recoger fondos para financiar huelgas. La heroica campaña llevada a cabo por las familias de los desaparecidos es otro síntoma de que el miedo a la represión está disminuyendo poco a poco. El día 19 de julio de 1978 se celebró en pleno centro de Santiago una manifestación pacífica a favor de los derechos humanos, la democracia y la libertad. La manifestación, de cerca de un centenar de jóvenes universitarios, se autodisolvió rápidamente sin que hubiera intervención por parte de los carabineros.
La creciente oposición de las masas, el fermento de las capas medias y los claros síntomas de división y debilidad en el seno de la Junta permiten a los liberales burgueses levantar una tímida y temblorosa voz contra los «excesos» de la dictadura. En un discurso, el 1 de julio de 1978, el presidente de la Asociación Nacional de Prensa se permitió el lujo de expresar una tibia protesta contra la censura: «La prensa no debía ser controlada por leyes especiales. La situación que en la actualidad vive el país no justifica la existencia de algunas disposiciones restrictivas».
Esta situación también explica el cambio de postura de la Democracia Cristiana. Este partido de los explotadores políticos de la clase media juega a situarse, en tiempos «normales», entre los «conservadores» por un lado y los «marxistas» por otro. Como vimos antes, su papel es el de engañar y confundir a los millones de campesinos, pequeños comerciantes y obreros políticamente atrasados, para mantenerlos bajo el dominio del gran capital.
El papel totalmente contrarrevolucionario de la DC fue suficientemente demostrado por su actitud hacia el gobierno Allende. En la primera etapa, los parlamentarios democristianos actuaron como complemento «respetable» de los grupos fascistas, boicoteando sistemáticamente al gobierno de la UP. El voto de censura del Congreso contra el gobierno Allende facilitó enormemente la tarea de la contrarrevolución, dando luz verde a Pinochet, pues ya tenía un pretexto «constitucional» para intervenir.
Después del 11 de septiembre, los dirigentes democristianos esperaban que los militares les agradecieran su ayuda. Desgraciadamente para ellos, hay muy poca gratitud en la política. Destruido el viejo equilibrio, y con una dictadura militar feroz instalada en el poder, los servicios de los «intermediarios» democristianos no eran interesantes. A pesar de todos sus intentos de acercarse a la Junta, Pinochet se reía de ellos abiertamente, calificándoles, no sin razón, de «políticos desplazados del poder que ahora intentan mantenerse a flote».
Poco a poco, la represión empezó a alcanzar a los democristianos también, aunque, desde luego, no de la misma manera que a obreros y campesinos. A estos señores ni los fusilaban ni los torturaban. Simplemente los «desplazaron del poder». Perdieron sus escaños y su situación privilegiada en la vida política. Como mucho, algunos de ellos sufrieron un destierro relativamente cómodo en el interior del país.
Una vez rechazados sus servicios, la obsesión común de los dirigentes de la DC fue volver cuanto antes a la «normalidad», o sea, tener nuevamente sus morros metidos en la pocilga, temporalmente ocupada por otros. Además, estos habilidosos se percataron de que el régimen de Pinochet no podía durar siempre, y que cualquier elemento comprometido con él perdería toda credibilidad ante las masas. Un viejo zorro como Frei comprendió que, aunque hoy sus servicios eran superfluos para la burguesía, mañana, tras la caída de Pinochet, iban a ser más necesarios que nunca. Por eso, cínicos profesionales como él están buscando su nuevo «certificado de buena conducta democrática» de cara al futuro.
El 13 de julio de 1978, Frei salió en las páginas del semanario Hoy con un artículo titulado «El retorno a la democracia», en el que advierte a la clase dominante de los peligros que supone para ella la continuación del régimen dictatorial. Analizando la experiencia de Portugal, Alemania, Italia y España, llega a la conclusión de que «todos los esfuerzos por destruir o aniquilar a las fuerzas políticas han resultado estériles» y que «mientras más se prolonguen, más vigorosas renacen las fuerzas democráticas antagónicas o las que mejor trabajen en la clandestinidad».
Con estas palabras, el dirigente de la DC quiere advertirles a los capitalistas y terratenientes chilenos que la dictadura no ha servido para destruir el movimiento obrero, pero sí para radicalizarlo cada vez más, empujando a las masas hacia «fuerzas democráticas antagónicas» (?) o «las que mejor trabajen en la clandestinidad», que no son precisamente los líderes «moderados» de la DC o la socialdemocracia.
Los «buenos consejos» de Frei
En el mismo artículo, Frei adopta su postura de siempre, de «interlocutor entre las clases»: «El retorno a la democracia no sólo es resistido por sus enemigos confesos y declarados, sino también por sectores del país que, creyendo en el régimen democrático, temen que éste signifique volver al pasado y repetir los básicos errores que condujeron a su caída (…) por otra parte, sectores que pertenecen al gobierno temen que su salida provoque un clima de persecuciones, revanchismo y odios en su contra».
Frei pretende tranquilizar a la burguesía, que aunque no le importaba prescindir de los servicios de Pinochet, que cada vez sirven para menos, está atemorizada por la idea de una nueva edición del gobierno Allende, con nuevas nacionalizaciones y expropiaciones de las tierras, con la consecuente radicalización de las masas. Por otra parte, este gran representante de la moralidad cristiana asegura a los torturadores, violadores y asesinos de la Junta que no se pretende en absoluto crear un clima de «persecuciones, revanchismo y odios en su contra». En otras palabras, el retorno a la «democracia», propugnada por la DC significa, en primer lugar, una garantía firme de respeto a la propiedad de los grandes monopolistas y los latifundistas, y un perdón general para todas las bestias fascistas que durante los últimos cinco años han convertido Chile en un infierno para las familias obreras y campesinas.
Hipocresía de los democristianos
Mientras Frei da sus «buenos consejos» a la oligarquía y la Junta, su partido predica a las masas oprimidas, con el auténtico espíritu de Poncio Pilatos: «La DC, inspirada en la no violencia [¿también el 11 de septiembre?] impulsa a los chilenos a recuperar la plenitud de sus derechos [¿quiénes participaron en su destrucción?], a restaurar las instituciones democráticas básicas [en primer lugar, el ‘pan de cada día’ del grupo parlamentario democristiano] y a trazarse una perspectiva de convivencia sin odios ni venganzas [eso es: nos detienen, nos torturan, nos matan con balas y con hambre, y nosotros a mirar para otro lado]».
Este tipo de declaraciones deberían llenar de indignación a cualquier obrero. No obstante, parece ser que hay ciertos dirigentes del movimiento obrero que se toman las palabras de Frei y compañía muy en serio. Los dirigentes del Partido «Comunista» de Chile, aunque parezca mentira, tienen como punto fundamental en su estrategia para Chile una alianza… con la Democracia Cristiana.
Los dirigentes del PCCh, y sus amigos en el Kremlin, tienen un enorme interés en lavar la imagen «democrática» de los democristianos. En los últimos cinco años han empleado sus considerables medios de propaganda para evitar que el movimiento obrero, tanto en Chile como internacionalmente, sacase las conclusiones correctas de la experiencia del gobierno de la UP. Radio Moscú, a través de su programa «Escucha, Chile», hace unos esfuerzos tremendos para pintar a los democristianos con los colores más atractivos.
Gracias a estos elementos, los democristianos lograron puntos claves en el movimiento sindical en Chile tras el 11 de septiembre. La dirección del PCCh considera a esta gente como «aliados democráticos» en la lucha común contra Pinochet. Pero, ¿qué actividades concretas realiza esta gente? ¡Frei se entrevista con la Comisión de Derechos Humanos de la ONU! Este tipo de actividades no plantea demasiados problemas para un político «responsable». Los militantes socialistas y comunistas sufren en los campos de concentración, los obreros y campesinos se mueren de hambre y los mineros luchan heroicamente contra el gobierno y los patronos. Y Frei se sienta en un cómodo despacho, en Santiago, para charlar un rato con los señores de la ONU ¡Y ésta es la propuesta de ón de trabajo» entre la clase obrera y los políticos liberales de la burguesía! Desde Venezuela, la Democracia Cristiana hace llamamientos para la creación de un «movimiento nacional para la restauración de la democracia». Pero al mismo tiempo, plantean una transición gradual, sin «métodos armados, conspiradores o clandestinos». Ésta es la tónica general de la DC.
Una cosa está clara: si dependiese sólo de estos señores, la dictadura de Pinochet duraría hasta el año 2000. Y, no obstante, una gran parte de los antiguos dirigentes de la UP, sobre todo los dirigentes del mal llamado Partido Comunista, insisten en una alianza con la DC como la única forma de acabar con la dictadura. Han sacado las conclusiones más erróneas de la experiencia de la UP. Son como los Borbones en Francia, que no aprendieron nada y lo olvidaron todo. La línea que propugnan -mil veces peor que la política anterior- sólo conduciría a nuevos fracasos y nuevas derrotas sangrientas para la clase obrera chilena.
Un dato muy positivo en la actual situación de Chile es que el Partido Socialista, que ha salido renovado en el interior del país desde el 11 de septiembre, ha visto la necesidad de una política de independencia de clase, basada en las mejores tradiciones del PSCh, y recogida en la consigna central del Partido: «Fe en nosotros mismos».
Aunque nadie puede prever exactamente cuándo va a suceder, la caída de Pinochet y un nuevo período de movilizaciones de masas son inevitables. Precisamente porque comprenden esto, los estrategas de la burguesía y del imperialismo, que durante los últimos cinco años han mantenido su dominio mediante los métodos fascistas de Pinochet, están preparando una alternativa por medio de Frei y la DC, cuyo papel será el de mantener el poder y los privilegios de los terratenientes, banqueros y capitalistas pero con otros métodos.
La actual dirección del PSCh insiste, con toda la razón, en la necesidad de un frente único de los trabajadores como la única manera de llevar a cabo la transformación socialista de la sociedad. En cambio, los líderes del PCCh, y algunos de los antiguos dirigentes socialistas fuertemente ligados a este partido, insisten en que la tarea inmediata del movimiento obrero chileno es la conquista de las libertades democráticas, y no la revolución socialista, y que, por tanto, es necesario aliarse con los sectores «progresistas» de la burguesía, y en primer lugar, con la DC. ¡Como si fuera posible construir una muralla china entre la lucha contra la dictadura y la lucha contra la oligarquía que la sostiene! Toda la historia de Chile demuestra que la lucha contra la Junta Militar, si se lleva hasta sus últimas consecuencias, necesariamente implica también una lucha contra los intereses económicos que la sostienen en el poder: los terratenientes, banqueros y grandes monopolios. En otras palabras, una lucha revolucionaria contra el capitalismo.
La idea confusa de alianzas con los capitalistas «buenos» contra los capitalistas «malos» se origina al no comprender el carácter de clase de la sociedad. No sólo se trata de lo que dicen los dirigentes de los distintos partidos políticos, sino de los intereses de clase que están detrás de ellos. A pesar del enfrentamiento entre ellos, Frei y Pinochet sirven al mismo amo: el gran capital y el imperialismo. La burguesía no tiene prejuicios sobre qué sistema de gobierno es el mejor. Es muy flexible en su modo de dominar a la clase obrera. A veces le conviene la «democracia», y por eso mantiene sus servidores «democráticos». En otros momentos le va mejor la dictadura, y para eso están los Pinochet y los Videla. A los banqueros y capitalistas estos cambios no les importan siempre y cuando mantengan su poder y sus privilegios.
La actitud de los socialistas chilenos hacia los pactos con los partidos burgueses «democráticos» es una cuestión vital para el futuro del movimiento obrero. Cualquier ambigüedad o falta de claridad sobre este punto en estos momentos, se pagará más tarde con sangre, sudor y lágrimas.
En un país como Chile, está claro que el proletariado no sólo tiene la posibilidad, sino también el deber de formar frentes de acción común con otros sectores oprimidos de la sociedad, fundamentalmente con los campesinos pobres y las masas oprimidas de la pequeña burguesía. Pero de ahí a plantear alianzas, incluso coyunturales, con una inexistente «burguesía progresista», hay una enorme distancia. La inmensa mayoría de los campesinos y pequeños comerciantes sufren bajo la explotación y opresión de los bancos y los grandes monopolios. Precisamente por eso, estos sectores son los aliados naturales de la clase obrera. En cambio, los supuestos sectores «progresistas» de la burguesía, es decir, los liberales y democristianos, son ni más ni menos que la bota izquierda del gran capital.
Inestabilidad de la Junta
Entrando en alianzas, incluso coyunturales, con estos elementos, estaríamos diciendo a los campesinos y pequeños comerciantes: «Esta gente ahora son nuestros aliados. Podéis olvidar lo que hicieron antes. Todo fue un pequeño malentendido. Pero ahora van por el buen camino y podéis confiar en ellos». Pero lo que deberíamos decir es todo lo contrario: «Estos son los hombres que ayudaron a Pinochet a subir al poder. Sus manos están manchadas con la sangre de obreros y campesinos. Ahora quieren engañarnos otra vez. Son los representantes más sutiles, más demagógicos y, por lo tanto, los más traicioneros, de los bancos y los monopolios. Si queréis luchar por el pan y por la libertad, rechazad sus ofrecimientos y confiad sólo en vuestras propias fuerzas».
Sólo así los socialistas chilenos ayudarán a los obreros y campesinos a comprender el auténtico papel de la DC. Sólo se puede luchar por la hegemonía política entre la clase media luchando a sangre y fuego contra los intentos de los liberales de seducir a las masas de la pequeña burguesía con su propaganda hipócrita y traicionera.
El actual régimen es mucho más inestable de lo que pueda parecer a simple vista. Precisamente ésta es la explicación del intento por parte de Washington de distanciarse de Pinochet. Los estrategas del imperialismo no tienen la más mínima confianza en la capacidad de supervivencia de la Junta. El actual conflicto con Argentina sobre el canal de Beagle es una muestra más de esta inestabilidad. Mediante un enfrentamiento con el gobierno militar de Buenos Aires, Pinochet intenta desviar la atención de las enormes contradicciones internas de la sociedad chilena. Indudablemente, la región en cuestión tiene un considerable interés para ambos países. Pero también es verdad que a Pinochet le interesa utilizar la cuestión de la misma manera que Franco utilizaba la de Gibraltar, como una forma conveniente para distraer la atención de la gente de la crisis interna e intentar fomentar un falso sentido de «solidaridad nacional ante el agresor exterior». Por otra parte, ambos regímenes deben de estar temblando al pensar en la posibilidad de que el actual enfrentamiento belicoso se convierta en un conflicto militar de verdad. Dada la correlación de fuerzas, no cabe duda de que una guerra entre Chile y Argentina (que no se puede excluir como una posibilidad teórica, aunque parece poco probable, salvo en una situación muy crítica en Santiago), sería de corta duración y acabaría con la derrota de Chile. Como dice El País (13/12/78): «en dotación humana, la diferencia a favor de Argentina es notable»:
ARGENTINA CHILE
Ejército 80.000 hom. 50.000 hom.
Marina 32.900 hom. 24.000 hom.
Aire 17.000 hom. 11.000 hom.
Total 129.900 hom. 85.000 hom.
Las tensiones entre ambos países han aumentado considerablemente, con una guerra comercial ya en marcha. Pero, además del conflicto con Buenos Aires, Chile tiene también disputas territoriales con Perú, Bolivia (que rompió las relaciones diplomáticas con Chile alegando que el gobierno de Santiago no había mostrado «suficiente flexibilidad» para facilitar a Bolivia el acceso al Pacífico) e incluso con Brasil, por el Alto Paraná. Por todas estas razones, la Junta está jugando con fuego en el conflicto con Argentina, como demuestran las siguientes palabras de un portavoz de la Junta: «Le puedo decir que sería una locura porque nadie ganaría, significaría la destrucción de los pueblos sin ninguna ventaja. Así no gana Argentina ni Chile».
Una guerra entre Chile y Argentina, con la posibilidad de una intervención armada por parte de Perú y Bolivia para recuperar sus territorios perdidos, efectivamente sería una locura, o mejor dicho una catástrofe, con unas repercusiones muy graves para toda América Latina. El imperialismo norteamericano haría todo lo posible para evitarla. No obstante, no hay que olvidar que una «locura» parecida, la intervención de los coroneles griegos en Chipre, provocó la caída de la Junta militar en Atenas. En los últimos meses, según la revista norteamericana Business Week, Argentina y Chile han gastado cerca de 2.000 millones de dólares en preparativos bélicos. Puede ser que a ambas partes les interese mantener un ambiente de tensión permanente, por motivos políticos y como pretexto para justificar las enormes cantidades de dinero derrochadas por sus respectivas FFAA. De todas maneras, un conflicto armado, por breve que fuese, significaría el colapso de Pinochet.
Por todas estas razones, la Administración Carter está intensificando su intento de encontrar una alternativa «democrática» a Pinochet que salvaguarde los intereses del imperialismo norteamericano en Chile. Los dirigentes democristianos, e incluso algunos de los antiguos dirigentes de la UP, están mirando hacia Washington para solucionar todos sus problemas. Por ejemplo, Benjamín Teplizki, del Partido Radical y secretario del «Comité Chile Democrático», dijo a la prensa que creía que «la Junta estaba viendo la posibilidad de una retirada negociada, con interlocutores la burguesía chilena y sectores, por supuesto (!) de los EEUU».
Parece que hay alguna gente que nunca aprende. Pinochet sólo considerará la posibilidad de una «retirada» -negociada o no- cuando el movimiento de las masas le obligue a salir. Por su parte, a pesar de su creciente preocupación, Washington no tiene ninguna prisa en derrocar a Pinochet, aun suponiendo que estuviese en condiciones de hacerlo. Pero sí duda de la posibilidad de mantener la situación bajo control con los brutales métodos de antes. Dentro de algún tiempo -uno, dos o tres años, dependiendo de la situación del país, el resurgimiento del movimiento obrero, las divisiones en el seno de la Junta, una aventura militar- va a necesitar un recambio. Por eso, todos los políticos «liberales» y «socialdemócratas» corren a Washington para ofrecer sus servicios.
Aquí es donde surge un enorme peligro para el movimiento obrero chileno. Tras la caída de Pinochet, la idea de los estrategas del imperialismo y de la burguesía es la formación de un gobierno de coalición entre la DC y los representantes de la clase obrera. En el exilio, se está potenciando activamente la idea de una colaboración entre la UP y la DC en un «frente amplio» contra la dictadura. Los principales protagonistas de esta idea son (¡cómo no!) los dirigentes del PCCh y la burocracia rusa.
Por otra parte, la burocracia reformista de la II Internacional está mostrando un interés cada vez mayor en África y América Latina, precisamente cuando surgen situaciones revolucionarias y prerrevolucionarias en ambos continentes. Es interesante ver cómo la táctica de los socialdemócratas y la estrategia del imperialismo estadounidense van en paralelo. Está claro que existen una serie de presiones «desde fuera» sobre algunos dirigentes de la II Internacional. No por casualidad el llamado «proyecto socialdemócrata» para América Latina está surgiendo a la luz precisamente en estos momentos, con la aprobación de Bonn y de Washington.
El minúsculo Partido Radical, de escasa implantación entre la clase obrera chilena, no cuenta con base suficiente para la formación de una coalición con la DC, que de momento mantiene reticencias ante una coalición con el PCCh, que por su parte muestra una gran ansiedad por formarla.
El PSCh, pues, es una pieza clave en la situación. Sin la presencia de los socialistas, un gobierno de colaboración de clase no sería viable. Por eso hay enormes presiones para que el PSCh participe en esta nueva conspiración antiobrera en Chile.
Desgraciadamente, un sector de los antiguos dirigentes socialistas ha cedido a las presiones ejercidas de diversas maneras por los estalinistas, que cuentan con medios muy poderosos, sobre todo en el exilio. El enfrentamiento entre los elementos pro estalinistas, que favorecen abiertamente una política de colaboración de clase, y los cuadros socialistas en Chile que están luchando por la renovación revolucionaria del partido en el interior ha conducido a una ruptura en el socialismo chileno.
En un principio, los socialistas que defienden una línea de independencia de clase, las ideas del marxismo-leninismo y los propios principios del PSCh en el pasado, aunque constituyen la mayoría decisiva de las fuerzas socialistas hoy día dentro de Chile, cuentan con una serie de desventajas frente a sus adversarios políticos.
El PCCh, que antes del golpe tenía menos apoyo que el PS, ahora, en la clandestinidad, es el partido obrero con mayor fuerza. Aunque es imposible calcular exactamente la fuerza numérica de cada partido, el PCCh no tendría menos de 8.000 militantes activos. Además, cuentan con una infraestructura y unos medios mucho más poderosos que otros partidos y grupos: una imprenta, muchos liberados, una organización juvenil activa, varios negocios, un programa de tres horas diarias en Radio Moscú, también programas en Radio Berlín y Radio Praga…
Reconstrucción del PSCh en el interior
El aparato del PSCh no tenía comparación con el del PCCh. Aunque formalmente basado en las ideas marxista-leninistas, el PSCh nunca asimiló realmente los métodos organizativos del bolchevismo, sin los cuales el programa más marxista del mundo no sirve para nada. Incluso antes del 11 de septiembre, pese a su superioridad numérica y su mayoría aplastante de votos, el PSCh no tenía ni el nivel de militancia ni la infraestructura del PCCh. Por lo tanto, el PSCh estaba en pésimas condiciones para enfrentarse con los problemas del trabajo clandestino. No obstante, los mejores cuadros del socialismo chileno lograron reagruparse en el interior y empezaron la lenta y difícil tarea de reconstruir el partido entre la clase obrera y los campesinos. Actualmente el PSCh, si bien es numéricamente inferior al PCCh, es la segunda fuerza obrera en la clandestinidad, trabajando en las fábricas y los barrios obreros, ayudando a las familias de presos y desaparecidos, etc. A pesar de la falta total de ayuda del exterior (canalizada exclusivamente hacia el sector pro-Moscú), los compañeros del PSCh logran publicar cuatro revistas en el interior del país: Arauco, la revista teórica del partido (mensual), Nosotros, los trabajadores, la revista sindical (bimensual), Brigada, la revista estudiantil (sin periodicidad) y Solidaridad (mensual). En el terreno sindical, tiene implantación entre los mecánicos, el calzado, los panaderos, los obreros del cobre y las confederaciones agrícolas. También tiene una organización juvenil de mujeres.
El problema de los socialistas del interior es que el aparato del partido en el exterior está totalmente dominado por el sector pro estalinista, que se hizo con la dirección en 1971, en alianza con el ala socialdemócrata del PSCh, por lo que toda la ayuda económica que envía desde el exilio llega a manos de sus partidarios, que en el interior son minoría.
Las discrepancias en el seno del campo socialista han provocado una creciente separación entre las diferentes tendencias, con la escisión de las llamadas «Coordinadoras de grupos regionales», que tras formar un nuevo partido se inclinaron hacia el guerrillerismo. En 1975-76, este grupo logró aglutinar a un considerable número de militantes socialistas del interior, descontentos con la política oportunista y pro estalinista de la antigua dirección en el exilio. Pero, inevitablemente, con una orientación totalmente errónea y una línea política confusa, sufrió una serie de crisis, luchas internas y escisiones que han conducido a su desintegración. Sus militantes más serios comprenden la necesidad de volver al PSCh para luchar dentro contra la corriente oportunista, a favor de una auténtica política marxista-leninista, y no la caricatura guerrillerista de Mao o Castro.
Hoy día las fuerzas socialistas en el interior, aunque importantes en número dadas las difíciles y peligrosas condiciones de la clandestinidad, son una minoría en comparación con las fuerzas del PCCh, que cuentan con unos medios mucho más serios y, por tanto, pueden llevar a cabo un trabajo más eficaz, por lo menos en cuestiones técnicas. Incluso el sector pro estalinista del PSCh, aunque con una implantación mucho menor en el movimiento obrero que la otra tendencia, cuenta con más medios. Pero todo esto puede cambiar drásticamente en los próximos años, a condición de que los compañeros del PSCh no claudiquen ante las presiones estalinistas y socialdemócratas y mantengan una clara línea revolucionaria de independencia de clase.
Para un partido marxista-leninista, la organización es una cuestión vital, pero no la decisiva. Con el aparato más impresionante del mundo, un partido con una política errónea está condenado al fracaso. Esta lección la hemos visto más de una vez en la historia. En cambio, con una política, una estrategia, una táctica y unas perspectivas correctas y unos métodos de trabajo bolcheviques, siempre se encontrarán los medios necesarios.
Bolchevismo y menchevismo
Las diferencias entre el bolchevismo y el menchevismo en Rusia no estribaban sólo en cuestiones políticas (reforma o revolución, colaboración con los liberales o independencia de clase), sino que también atañían a los métodos de trabajo y de organización. Antes de 1917, los mencheviques tenían más medios económicos que los bolcheviques. Los oportunistas rusos, al igual que los chilenos hoy, recibían grandes cantidades del extranjero, debido al prestigio personal de líderes como Plejánov. También recibían una ayuda económica importante de toda una serie de burgueses «progresistas»: pequeño-burgueses, profesores, abogados, etc. Sin embargo, Lenin estaba muy orgulloso de que el partido bolchevique y su diario Pravda estuviesen financiados por las pequeñas aportaciones, los kopeks, de los trabajadores rusos.
A pesar de todos los problemas y deficiencias, los compañeros chilenos también pueden sentirse orgullosos de que, durante cinco años y bajo las condiciones más difíciles imaginables, han logrado construir una organización sin ayuda exterior, con el dinero de los obreros chilenos y los sacrificios personales de los militantes y cuadros dirigentes. En última instancia, cada centavo que se recoge en las fábricas y barrios obreros en Chile vale más que 1.000 dólares recogidos por los oportunistas en el exterior. Porque el trabajo de recoger fondos en Chile es un trabajo político que está sentando las bases de la organización de la propia clase trabajadora en el interior.
De los oportunistas, socialdemócratas y pro estalinistas no hay nada que esperar; la gran mayoría son incorregibles, salvo un cierto número de obreros honrados que han estado engañados por el prestigio de los antiguos dirigentes, a quienes apoyan probablemente por cuestiones de sentimentalismo. Es un error imaginar que siempre «siendo más, somos más fuertes». A veces, uno más uno puede significar cero, en vez de dos. La unidad es algo que todos queremos y propugnamos, pero que se puede pagar a un precio demasiado alto. El intento de mezclar una política oportunista con una política revolucionaria, mediante un «consenso» a favor de la unidad, es como intentar mezclar agua y aceite. Los mismos compañeros del interior lo han podido comprobar perfectamente con el fracaso de todos los intentos durante los últimos cinco años de llegar a la unidad con los oportunistas. Y no hay que pensar que este «fracaso» ha sido totalmente negativo. Todo el mundo sabe sobre quién recae la responsabilidad de la división ahora existente. Pero la única unidad que sirve a los intereses del socialismo es la unidad con principios. De no ser así, la unificación de una serie de fracciones, cada una tirando en sentido contrario a las demás, conduciría a la impotencia. Toda la historia del PSCh lo demuestra. ¿Para qué sirven unos principios y un programa revolucionario si, en el momento decisivo, la dirección se muestra incapaz de llevarlo a la práctica, ya que se ve envuelta en una serie de acuerdos, compromisos y consensos con elementos oportunistas y proburgueses? La ruptura con los oportunistas de toda laya es la precondición para la renovación del PSCh. Es precisamente en condiciones de adversidad cuando uno distingue a sus verdaderos amigos. Si los socialistas chilenos no son capaces de sacar todas las conclusiones necesarias de la terrible experiencia de los últimos años, todos los muertos habrán sido en vano.
Es verdad que mañana la actual situación puede cambiar radicalmente. Tras la terrible experiencia de la dictadura, los largos años de hambre, miseria, muerte y represión, muchos obreros y campesinos pensarán en los años de la Unidad Popular como un tipo de «edad de oro». Paradójicamente, las ilusiones en el frentepopulismo podrían resurgir entre las masas tras la caída de Pinochet. En este sentido, la dictadura ha actuado como un enorme freno al avance de la conciencia de la clase obrera y, más todavía, de las masas atrasadas del campesinado y las capas medias.
Hoy, en la clandestinidad, los obreros y campesinos identifican como «los socialistas» a los compañeros que ven a su lado, luchando hombro a hombro contra los patronos y la dictadura. Sobre todo entre los activistas, los dirigentes de la UP exiliados están muy desprestigiados. En este sentido, los «generales sin ejército» que esperan pacientemente la caída de la dictadura en Berlín, París, Moscú o Argel para volver con el triunfo conseguido y repetir los mismos errores que antes, podrían tener una sorpresa muy desagradable, sobre todo si los compañeros del Partido Socialista en Chile logran construir un partido fuerte, más fuerte que ahora, no sólo numéricamente, no sólo organizativamente, sino sobre todo políticamente, formando a los cuadros socialistas en un espíritu de oposición implacable a cualquier pacto o alianza con la burguesía y a cualquier mínima concesión a los oportunistas.
Los cuadros del PS en Chile han dado enormes pasos adelante. Pero todavía hay lagunas, no sólo en el aparato, sino también en su política, que, a pesar de la insistencia, totalmente necesaria y correcta, en una política de independencia de clase, todavía refleja una serie de ambigüedades y omisiones que, aunque de momento no parecen ser muy importantes, de no resolverse, mañana pueden causar enormes problemas, crisis internas, convulsiones y escisiones.
En un momento determinado, con la caída del régimen Pinochet y el resurgimiento del movimiento de las masas, el PSCh se encontrará sometido a enormes presiones. La prensa (burguesa, estalinista y socialdemócrata), la «opinión pública» e incluso los instintos naturales y comprensibles de los propios trabajadores a favor de la «unidad» presionarán fuertemente para que el PSCh entre nuevamente en un «frente común» con los estalinistas, los socialdemócratas y, esta vez probablemente, los democristianos, en «un gobierno de concentración nacional». Si el partido no se ha definido de antemano y muy claramente sobre este punto, es muy probable que no sepa resistir estas presiones. A pesar de la consigna «Fe en nosotros mismos», habrá ciertos compañeros, incluso compañeros de la dirección del partido, que claudicarán ante las presiones: «Nos vamos a quedar aislados», «no podemos romper la unidad», «sólo se trata de un acuerdo coyuntural», «es una táctica, y mantendremos nuestra independencia programática», «vamos a luchar contra la burguesía dentro del gobierno»… Nunca faltarán argumentos para justificar el abandono de la política marxista revolucionaria. Ésta ha sido la experiencia del socialismo chileno durante toda su historia. Y siempre con los mismos resultados catastróficos.
De hecho, es posible que el PSCh, al negarse a entrar en el gobierno de coalición, se viese aislado, a corto plazo, de la mayoría de la clase obrera. Sería acusado de «sectario», «dogmático», «maximalista» o cosas peores todavía. Pero si un partido marxista-leninista, sobre todo su dirección, no es capaz de resistir este tipo de presiones, ¿para qué sirven el Partido y su dirección?
En realidad, una actitud intransigente hacia un gobierno de coalición con la burguesía representaría la única manera de ganar a las masas para el Partido y la revolución socialista.
Las masas aprenden de su experiencia. Muy rápidamente, se darán cuenta de que la política del nuevo gobierno es una política dictada por la burguesía, a través de los ministros democristianos. Incluso siendo una minoría, estos representantes cínicos de la burguesía vetarán cualquier legislación anticapitalista procedente de los partidos obreros, amenazando con dimitir si éstos insisten en llevar a cabo una política en defensa de los intereses de la clase trabajadora.
Todos los artículos de Frei y todas las declaraciones de la DC indican que el nuevo gobierno de coalición ni siquiera llevaría a cabo las medidas tomadas por el gobierno de la UP, a no ser que una nueva ola de movilizaciones de masas len obligase a hacerlo.
De todas formas, un nuevo gobierno de coalición, bajo condiciones de crisis capitalista, no le solucionaría nada a la clase trabajadora. Las ilusiones en un supuesto «proyecto socialdemócrata» para Chile fracasarán rápidamente ante la crisis económica. Como en su día explicó el programa original de la Unidad Popular:
«En Chile, las recetas ‘reformistas’ y ‘desarrollistas’ que impulsó la Alianza para el Progreso e hizo suyas el gobierno de Frei no han logrado alterar nada importante. En lo fundamental ha sido un nuevo gobierno de la burguesía al servicio del capitalismo nacional y extranjero, cuyos débiles intentos de cambio social naufragaron sin pena ni gloria entre estancamiento económico, la carestía y la represión violenta contra el pueblo. Con esto se ha demostrado una vez más, que el reformismo es incapaz de resolver los problemas del pueblo«, (la última frase estaba subrayada en el original).
Y si todo esto era verdad durante el período del gobierno democristiano de Frei, antes del comienzo de la recesión capitalista mundial, ¿no será mil veces más verdad ahora, con 17 millones de parados en los países capitalistas desarrollados de la OCDE, un estancamiento generalizado de las fuerzas productivas y el comercio mundiales, una escasez de mercados y una caída de la demanda y los precios de los productos chilenos en el exterior?
Hoy en día, el capitalismo chileno no está en condiciones de hacerle concesiones importantes y duraderas a la clase obrera y al campesinado. Incluso si bajo la presión de las masas un gobierno de coalición se viese obligado en sus primeros meses a conceder una serie de reformas, inevitablemente, bajo la presión de la oligarquía y del imperialismo, pasaría a una segunda fase de contrarreformas. Las masas de obreros y campesinos verían el crecimiento del paro y la inflación erosionaría sus aumentos salariales. Se iniciaría de nuevo el proceso desánimo y desmoralización. Pero esta vez, inevitablemente, surgiría una oposición en la base de los partidos obreros y los sindicatos. Las masas comprenderían que los ministros burgueses de la coalición gubernamental son «un caballo de Troya». Crecería un movimiento a favor de la expulsión de los ministros democristianos y la formación de un gobierno de partidos obreros con un programa socialista.
Si el PSCh cometiese el error fatal de entrar en el gobierno, las masas lo identificarían con la política antiobrera del mismo. Pero si los socialistas chilenos se mantuviesen firmes y en la oposición, ganarían apoyo muy rápidamente y atraerían a amplios sectores de la base del PCCh, si como parece inevitable éste entra en el gobierno. La consigna «Un gobierno PSCh-PCCh, con un programa socialista y sin los democristianos» tendría un enorme eco en las filas del PCCh.
Una cosa está clara. Sólo hay dos alternativas para Chile: o la revolución socialista, que aplastará para siempre el poder de los terratenientes, los capitalistas y el imperialismo, o una nueva serie de fracasos y derrotas sangrientas. Para solucionar los problemas urgentes de los obreros y campesinos es necesario llevar a cabo la expropiación de los banqueros, los terratenientes y los grandes monopolistas y empezar la organización planificada de las fuerzas productivas en beneficio de todos. Hace falta un aumento considerable de la tasa de crecimiento económico para elevar el nivel de vida de las masas. Esto sólo es posible cuando el Estado, en manos de los trabajadores, moviliza todos los recursos del país. Y para eso hace falta primero aplastar la resistencia de los capitalistas y terratenientes.
¿Cuál es la alternativa? Los democristianos, socialdemócratas y estalinistas tienen la ilusión de poder construir en Chile una democracia burguesa y una «sociedad de consumo», al igual que en Alemania Occidental, Inglaterra o EEUU. Pero precisamente en estos países el sistema capitalista ya no es capaz, como antes, de mantener el nivel de vida o incluso el derecho al trabajo. Ahí están los ocho millones de parados en EEUU y los siete millones en el Mercado Común, los ataques contra el nivel de vida y los programas de austeridad en todos estos países y la ola de huelgas en Francia, Italia, Gran Bretaña, Alemania, EEUU, etc.
La existencia de una democracia burguesa y de reformas sociales en Chile en el pasado fue posible gracias a la situación privilegiada de la economía chilena y la demanda de sus productos en el exterior, durante un largo período de tiempo. Con la desaparición de estos factores, todas las contradicciones de la sociedad chilena surgen a la superficie. El gobierno «reformista» de Frei fue incapaz de solucionarlos. El gobierno Allende intentó hacer una revolución «a medias», dejando los puntos claves del poder estatal en manos de la burguesía, con el resultado que hemos visto. La Junta, con sus matanzas y campos de concentración, lejos de solucionar los problemas de la sociedad chilena, los ha agravado. Y no cabe la menor duda de que un gobierno de coalición con los liberales burgueses tampoco va a solucionar nada. La alternativa que el capitalismo le ofrece a la clase obrera chilena no es la «sociedad de consumo», sino el aumento constante del desempleo y la miseria, el estancamiento económico, el hambre… no hay ninguna «vía intermedia».
La revolución socialista en Chile sería un ejemplo para toda la clase obrera y todos los pueblos oprimidos de América Latina. Con un gobierno obrero en Chile, ¿cuánto tiempo durarían las dictaduras militares en Argentina, Uruguay, etc.? La extensión de la revolución socialista a todos los países del continente tendría como resultado los Estados Unidos Socialistas de América Latina, uniendo a todos los pueblos en un esfuerzo común para realizar el enorme potencial económico del continente. La planificación común de los inmensos recursos materiales y humanos de América Latina permitiría transformar la vida de todos los pueblos en un par de planes quinquenales. Los Estados Unidos Socialistas de América Latina serían el primer paso en el triunfo del socialismo internacionalmente y la creación de la Federación Socialista Mundial, que acabaría definitivamente con la pesadilla del capitalismo y del fascismo y abriría una nueva etapa en la historia del hombre: el Socialismo.
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